El martes pasado se cumplieron 25 años del empate a cero entre el Deportivo y el Valencia que acabó por darle el campeonato de Liga al Barcelona por mejor promedio de goles. Pero, sobre todo, se cumplen 25 años del penalti que lanzó malamente Djukic, el elegante defensa yugoslavo, y paró González, portero segundón del equipo levantino sin mayor dificultad. Era el último segundo del último minuto del partido y pasará a la historia del fútbol español como el "penalti de Djukic" porque hubo y habrá lances parecidos pero ninguno reflejara de forma tan dramática la negación de una gloria tan deseada. Todo el país (me refiero naturalmente al país aficionado al fútbol) estaba pendiente del desenlace de un partido que podía suponer la conquista de un título nacional para el equipo de una pequeña ciudad del noroeste. Algo insólito de ver porque solo la Real Sociedad de San Sebastián había podido romper por dos veces el abrumador dominio del Real Madrid y del Barcelona. Yo estaba, como tantos otros, a la espera de que el milagro se produjese y cuando, casi finalizado el tiempo de juego, el árbitro decretó la pena máxima, la expectación alcanzó el clímax. Unos quisieron ver en directo la ejecución de la falta con el corazón alborotado, y otros muchos se volvieron de espaldas por si la intensidad de su mirada pudiese influir negativamente en la trayectoria del balón hacia la red. El penalti debería haberlo tirado el brasileño Donato, hombre de pegada fuerte y certera, pero minutos antes había sido sustituido por otro compañero. Ante esa coyuntura, el encargado de lanzar era el defensa serbio (Bebeto, el crack local había desistido de ello hacía varias jornadas tras dos fallos y supersticioso como era no quiso recuncar). La secuencia del lance está viva en la memoria de los que la vieron y ha sido repetida muchas veces en las televisiones. Djukic, pálido y desencajado, avanzó con lentitud y resoplando hacia la pelota y le propinó una patada blanda. González no tuvo mayor problema en atajarla y aferrada con fuerza contra su pecho, dio unos saltos de alegría (luego se supo que los jugadores del Valencia recibieron una sustanciosa prima por empatar) mientras el deportivista se derrumbaba sobre el césped. Al respecto, he leído una crónica del periodista Juan L. Cudeiro, que aporta el dato, para mí desconocido, de que la mujer de Djukic le había pedido que no tirase el penalti llegado el caso. Y una colaboración del escritor leonés Julio Llamazares ( El penalti infinito) en la que recuerda haber escrito un cuento sobre ese asunto. Aquello fue como un "fusilamiento inverso", reflexiona Llamazares, que acaba haciendo una observación con la que no se puede estar totalmente de acuerdo. Dice que "el fútbol es un deporte tradicionalmente ignorado por la literatura". No me lo parece. Sin salir de Galicia ahí está, por ejemplo, El coloso de Rande, novela escrita por el periodista y escritor coruñés José Luis Bugallal. O Corner de Alfonso Martínez Garrido, premio Nadal, que me leyó los textos escritos durante el tiempo que vivió en Vigo. Por no citar a Peter Handke y su archifamosa El miedo del portero ante el penalti y a Pasolini, Camus, Bolaño, Marguerite Duras o Javier Marías. La lista es larga, afortunadamente.