Nací y me crié en la calle Santander, donde viví con mis padres, Evaristo y María Luisa, y mi hermano Evaristo, conocido en la zona como Varito. Mi padre fue empleado de la Fábrica de Gas, situada en la calle del Socorro, donde trabajaba en las oficinas, mientras que mi madre se dedicó a las labores del hogar. Mi primer colegio fue el Concepción Arenal, donde tuve como profesora a doña Paquita, de quien guardo un grato recuerdo.

Al dejar eses colegio fui al instituto Femenino para hacer el bachillerato, tras lo que entré en La Grande Obra de Atocha para hacer estudios de secretariado y mecanografía. Posteriormente recibí clases de cultura general en la academia de doña Lidia en la plaza de Vigo y a los dieciocho años entré a trabajar en Fenosa, que tras el cierre de la Fábrica de Gas abrió unas oficinas en el edificio del teatro Colón.

Al poco tiempo de empezar a trabajar, se cayó el ascensor de estas oficinas y hubo varios heridos graves, algunos de los cuales eran empleados de la compañía. Años después pasé al edificio que se construyó en la calle Fernando Macías y finalmente terminé m vida laboral en la central térmica de Sabón.

Mis amigas de la pandilla de mi calle fueron Patuca, Colula, Marujita, Marichu, Rosita, Carmencita y Vitorita, mientras que entre los chicos estaban Manolito, Fernando, Darío y Orlando, con quienes jugaba en los campos de A Coiramia, la fábrica de cerillas, las calles Vizcaya y Noia, la esquina del comercio de Aurorita, Ángel Senra y la Sexta del Ensanche, donde solíamos ir a coger fruta de la huerta de los Miachos, que era tan grande que ocupaba toda la zona de lo que hoy son los Nuevos Juzgados y parte de Capitán Juan Varela, donde había una fábrica de jabón y donde se abrió el primer almacén de Coca-Cola de la ciudad.

Recuerdo que podíamos jugar en la calle sin ningún problema porque apenas pasaban coches, tan solo los carros de caballos que llevaban las gaseosas y el hielo, por lo que el vehículo más famoso de nuestro barrio era el viejo camión de Parrocho. Solíamos ir a coger piñones del suelo en el lugar donde se ponían las piñeras al lado de nuestra calle, frente al bar Alpe. Llegaban con burros cargados de sacos de piñas y se pasaban el día vendiéndolas, ya que se usaban mucho para encender las cocinas bilbaínas.

Cuando llegaban los carnavales lo pasábamos muy bien disfrazándonos de choqueiros y teníamos la suerte de que a los niños la policía no nos decía nada, porque a las personas mayores les ponían una multa. También me gustaban mucho las fiestas de la calle Vizcaya, en las que lo pasábamos muy bien durante varios días. El palco de la música se ponía en la esquina del comercio de Aurorita y yo oía cantar desde mi cama a Pucho Boedo y su orquesta, ya que en casa me mandaban acostarme a las nueve.

En mi juventud acudí a todos los guateques que pude casas de amigos cuando no estaban sus padres, así como a los bailes del Leirón del Casino. Los domingos y festivos íbamos a pasear por el centro, así como al cine, en el que entonces se formaban colas tan grandes que había que ir una hora antes para comprar buenas localidades, aunque como iba tanta gente a ver las películas, estaban muchos días en la cartelera.

Mientras fuimos niñas, nuestros cines fueron los de barrio, como los España, Doré o Monelos, en los que cuando se marchaba la corriente, lo que era habitual en invierno, nos poníamos a patear el suelo para protestar y volvíamos loco al acomodador. En verano iba al Club del Mar para estar en compañía de Fina, Merche, Artime, Tino, María y Teresa y solía participar en la travesía a nado que se organizaba.

Desde que me jubilé participo en el coro de la Sagrada Familia y en el grupo de teatro Abanca +60.

Testimonio recogido por Luis Longueira