Rosa Rodríguez y Tere Suárez han sido testigos del crecimiento de Matogrande. Sus mentes están llenas de recuerdos imborrables de los años 90, cuando los edificios que había en el barrio se contaban con los dedos de una mano. Compartir la experiencia de ser de las primeras en vivir en esta zona de la ciudad les ha permitido ser amigas. De las de verdad. Se juntan a tomar café y piensan en los viejos momentos, siempre con una sonrisa en la boca, aunque reconocen que los comienzos fueron duros. "Al principio no había nada. Las primeras noches no pegué ojo porque tenía miedo. Nos queríamos ir", reconoce Rosa, que llegó con su marido y su hijo Diego Carbia, que tenía un año y medio. Poco después nació Pablo. Aunque empezaron su nueva vida en Matogrande en el 94, ya planearon su llegada dos años antes. "Sobre el 92 firmamos el piso. Sobre plano, porque no había absolutamente nada", cuenta.

La apuesta salió ganadora. Igual que la de Tere Suárez. "Yo tenía a mi hijo en el Liceo y vivía cerca, en la Urbanización Soto. Me pareció un barrio tranquilo y accesible", comenta. En las calles solo había contenedores de obra, no pasaban los barrenderos y las farolas estaban sin luz. Aun así, consiguieron encontrarlo acogedor. Sobre todo por la compañía. "Hicimos una pandilla muy buena", señala.

Rosa pasea por las calles de Matogrande y se acuerda de cuando se sentaba en un portal junto a su hijo, para pasar el tiempo y ver cómo iban edificando el resto de viviendas. "Yo veía pasar a Tere y pensaba 'ojalá se quede aquí a hablar conmigo". Y se quedó. "Sacábamos las sillas de la playa a la calle y pasábamos ahí la tarde, mientras los niños jugaban", comenta.

En ocasiones, las madres hacían turnos para ir hasta el quiosco del Barrio de la Flores a comprar tabaco. "Era el único que había. Hasta para comprar el pan teníamos que ir hasta Continente „ahora Carrefour„ por el túnel", dice Rosa Rodríguez.

Juntas aprendieron, junto con otros vecinos, a disfrutar de la vida de la calle y las pequeñas sorpresas. "El Hostal Galicia fue el primero que abrió. Por fin teníamos un sitio donde ir a tomar café. Me acuerdo que, antes de su inauguración, íbamos por la zona para hablar con los obreros y saber cuándo iba a abrir", cuentan. Lo mismo hicieron con otros muchos locales de la zona. "Íbamos a todas las inauguraciones como si fuésemos de excursión", confiesan entre risas. Las fiestas también eran diferentes: "El San Juan lo celebrábamos todos en los garajes, que todavía estaban sin construir".

Rosa y Tere se hicieron amigas. Pero también sus hijos. "Lo pasamos muy bien. Estábamos mucho en la calle, jugando, e incluso nos avisaban por la ventana para ir a comer", recuerda Diego Carbia, que ahora comparte piso en A Zapateira con uno de sus vecinos. En invierno, tocaba ir de casa a casa para no pasar frío. Hasta que empezaron a abrir muchos locales y ya había una amplia oferta sobre la que elegir. "Al Rico Rico iba mucha gente, incluso de fuera del barrio", expone Tere Suárez.

Ambas "añoran aquellos tiempos" y los volverían a repetir "sin dudar", aunque al principio les hubiese costado adaptarse. "Había tan poca gente que hasta me asustaba si me encontraba al vecino en el ascensor", cuenta Tere como anécdota.

Una vida de barrio que les ha permitido sentirse como en casa aún estando fuera. "Los vecinos miramos unos por los otros. Si tenía que ir a algún sitio, siempre había alguien que se quedaba con los niños. A día de hoy, sigue así. Si vemos a un niño sin su madre, lo vigilamos, y si vemos a un mayor en problemas, lo ayudamos", resumen. Un modo de vida que han aprendido en Matogrande.