Era luminoso como persona y periodista". La frase del escritor Manuel Rivas sobre Pablo López Orosa, que desde 2013 era reportero en países en conflicto, la comparte quien haya conocido a este estilista del verbo, autor de la novela Fálame do silencio, un silencio que ahora impera en los que lo han querido y leído.

Siempre sonreía y captaba la atención de los demás, ya fuese con una historia cualquiera de la ciudad de A Coruña, con los sórdidos matrimonios infantiles de Kenia o el terrible genocidio de la minoría rohinyá en Birmania.

Era del municipio ahora fusionado de Oza-Cesuras y nació hace apenas 34 años en una aldea que ya no existe, tampoco administrativamente, y que lleva años así, como él mismo relataba, desapareciendo a cada golpe de memoria.

Pero no de su mente. De hecho, su último artículo, como recuerda un veterano cronista de raza, Xosé Manuel Pereiro, se titula Intento de entender unha aldea de Galicia. Lo firma alguien que se fue demasiado pronto y que quería luchar contra el abandono del mundo rural.

No en vano, ¿por qué el discreto y amable Pablo adoraba ser de aldea? Porque empezó a amar las historias allí, escuchando las que llegaban a sus oídos sobre Benigno Andrade García, más conocido como Foucellas, un maqui antifranquista y anarquista.

Se decidió por este oficio para ser él quien escribiese narraciones y así fue; muchas, las mismas que divulgaba también en voz alta, justo como se hacía en su pueblo, al abrigo de la calefacción de cualquier hogar o garito subterráneo.

En un mundo de egos, él era humilde, y por eso su repentino fallecimiento acrecienta más si cabe la sensación de orfandad de quienes han gozado de su compañía y de esos reportajes elaborados con elegancia, buen gusto, y en los que apostaba por los contenidos por encima de cualquier moda o estadística.

El cuidado con su trabajo de este confeccionador de páginas hacía que siempre llegase a los clientes, que son los lectores, un producto de calidad. Su buen criterio y su conocimiento de las lenguas contribuían. Ya siendo becario, peinar sus informaciones significaba cambiar, a lo sumo, una o dos comas. Tuvo premios, pero no quería presumir de ese pedigrí, tampoco escucharlo. Se sonrojaba.

Pablo, el Pablín como le llamaba su compañero de fatigas Luis Martínez en los varios años que imaginaron y parieron textos en la agencia Efe en A Coruña, amaba las pequeñas cosas, esas que aparecen casi sin querer, como un corto paseo en una primavera esplendorosa o un desayuno con amigos. Decía que la mejor tortilla era, por supuesto, la que no llevaba cebolla, no había debate posible, y sentía un inextinguible amor por la naturaleza en general.

Quería navegar todos los mares del mundo y aprender, saber, conocer. Adoraba moverse en bicicleta y hacía poco que se había comprado una para ir a clases de portugués.

Hijo único, sus abuelos y sus padres eran todo para él y poder verlos en esas paradas que hacía entre un continente y otro suponía, para él, un respiro.

África fue su último destino. Regresó de Mozambique el pasado 31 de octubre al lugar en el que llegó al mundo. Antes, Europa, Oriente Medio, Centroamérica, el sudeste asiático...

Nunca utilizó Pablo su brillantez como trampolín, pero da igual, no podía ocultarla.

Le encantaba el fútbol, era del Barça, y, sobre el mejor equipo tampoco había disputa.

"Con él recuperabas la esperanza en el periodismo y en la humanidad. Que su muerte no nos deje descansar", cierra el tuit en su memoria Manuel Rivas, que compartió, como Pereiro, muchas horas con Pablo en la revista Luzes.

Nada más que añadir. Y nada menos.