Quizá fue el último concierto al que asistió, hace algo más de tres meses. Accedió al área reservada para los periodistas del brazo de quien le acompañaba y caminó despacio hacia una silla que le esperaba en primera fila, al borde de la arena de Riazor. No lo reconocí al principio, por su andar débil que interrumpía para saludar y ser saludado, por la gorra que lo protegía, por el semblante cansado de alguien a quien conocía siempre inquieto, lleno de energía. Me puse a su lado y lo observé a veces, entre las canciones que Patti Smith nos dedicaba. Aplaudía siempre, y hacia el final, tras el éxtasis de un tema con el que Patti y su grupo exhibieron su grandeza, Nonito se levantó con esfuerzo de la silla y volvió a aplaudir, con más fuerza esta vez. Asentía, miraba con satisfacción al público del Noroeste (de alguna manera, su festival), se le veía disfrutar. Quizá en su último concierto.

Creo que Nonito disfrutaba en todos los conciertos, aunque en el fondo el músico o el grupo le gustasen poco. Porque hablaba con todo el mundo, rescataba anécdotas, daba compañía y era una gran compañía; o simplemente estaba en un concierto, con la música que le daba vida, que era su vida. No tenía mucho trato con él, quizá me sobrecogía su figura, su importancia, el respeto que merecía, el aura de una persona que tomas por referencia, alguien que sabe de qué va todo esto.

Hace unos cuantos años, cuando mi hermano Luis empezaba en esto de la música, Nonito le dedicó una reseña en el periódico a su primer álbum. Dos párrafos sencillos pero sabios, el aprecio sincero, auténtico y de quien mucho sabe, a un principiante que en el largo camino que entonces iniciaba sabría agradecer. Palabras de Nonito Pereira que se recordarán siempre.