Emilio Santiago fue un menor extranjero no acompañado en el año 1967, aunque por aquel entonces, el término mena estaba todavía muy lejos de acuñarse. Llegó de forma ilegal a Suiza con 17 años desde Zamora, de donde es oriundo, en un viaje que duró dos días. "Me bajé del tren en el último pueblo que había antes de la frontera con Basilea, y crucé en autobús con la esperanza de que ningún guardia fronterizo me pidiera el pasaporte. Tuve suerte", relata él. Emilio habla mucho porque tiene mucho que contar. Retornó de Suiza en 2012 tras 47 años viviendo y trabajando allí, primero en una empresa de telecomunicaciones y luego en una farmacéutica. Cuando regresó, no lo hizo solo. "Vine con mi mujer porque ella, a diferencia de mí, siempre tuvo claro que quería volver", explica. Allí dejaron a sus dos hijos y un nieto, a quienes visitan de forma periódica y que tienen, si quieren, un hogar en A Coruña.

Decidió marchar al país de los relojes a abrir las puertas que aquí tenía cerradas. Tras pasar ocho años interno en un colegio, el joven Emilio tenía ganas de emprender. "Le planteé a mi padre montar un negocio: comprar una moto y repartir pescado por los pueblos, y si nos iba bien, comprar otros productos y llevarlos también. Mi padre no quiso, entonces decidí irme, ganar algo de dinero, volver y hacerlo y mismo", relata. Ese año acabó convirtiéndose en casi cinco décadas, toda una vida. "Al tercer año, ya tenía decidido que no iba a volver. Allí había una libertad, un modo de vida, impensables en España. La emigración tiene cosas negativas, pero yo me quedo con las buenas. Cuando uno anda por el mundo, si tiene voluntad, puede aprender muchísimo", apunta.

A Emilio Santiago, el término mena no le gusta. "No son menas, son niños", zanja. El enorme sentido de la justicia social del que ha hecho siempre gala le obliga a posicionarse. "Los españoles siempre hemos sido un pueblo de emigrados. Tenemos que conocer nuestra historia. Cuando aquí tuvimos una guerra, en otros países nos acogieron. Hay que pensar que si esta gente tuviese en su país de origen las necesidades cubiertas, no arriesgaría la vida para venir", relata.

Emilio Santiago tiene clara la diferencia entre él y los niños a los que ahora se señala por ser extranjeros y estar solos, y es precisamente esto último: ellos lo arriesgan todo, hasta la vida. "Esa gente viene porque no tiene absolutamente nada. A la gente que pasa años atravesando desiertos, llega a Ceuta y Melilla y se tira al mar sin saber nadar, sabiendo que puede morir, y que si vive, por lo menos puede garantizarle a su familia el tener una medicina, como mínimo, hay que mirarla con respeto", declara. Una máxima que se ha esforzado, desde el principio, por cultivar e implantar en su hogar, en el que trató de aportar a sus hijos una educación en sus mismos valores. "El racismo empieza en casa. En mi casa nunca se habló de que unos éramos esto y otros eran lo otro. El mundo está hecho para todo el mundo. Ahora hay una tendencia populista de decir a los demás que no tienen derecho a vivir", denuncia.

Tampoco a él le es ajeno el argumento manido del inmigrante que viene a robar el trabajo. "Aunque generalmente nunca tuve ningún problema, alguna vez escuché eso en Suiza, pero es lo que ocurre aquí ahora. El inmigrante viene a hacer el trabajo que el español rechaza", argumenta.

Comparten su opinión Casimira Araújo y Joaquín Loncán, compañeros de Emilio de experiencia y de proyecto. Los tres forman parte del Espazo +60, una iniciativa que Afundación desarrolla con el fin de estimular el envejecimiento activo y la actividad sociocultural. A través de la entidad, los tres participan en el programa Fálame da emigración, en el que Casimira, Joaquín y Emilio comparten su experiencia como migrantes retornados.

Casimira y Joaquín no fueron menas en el amplio sentido del término, pero eran muy jóvenes cuando se embarcaron rumbo a Buenos Aires con sus familias. Lo hicieron el mismo día del año 1952 tras recorrer el globo a lo largo de 14 días. El destino los unió años después en la capital argentina, el país que se lo dio todo y al que guardan un enorme agradecimiento. Joaquín cumplió 15 años el día que recaló en su nuevo hogar, dejando atrás una travesía muy impactante a los ojos del por aquel entonces adolescente. "Yo venía de un pueblo de Aragón. Salimos de Barcelona, de allí fuimos a Cádiz, luego a Dakar, después a Río y finalmente a Montevideo antes de llegar a Buenos Aires. Imagínate el choque cultural", recuerda Joaquín.

En la "quinta provincia" le llegó la prosperidad. Empezó haciendo cafés para los administradores de los grandes terratenientes, de ahí pasó a una empresa de tractores, luego llevó la contabilidad de una bodega de champán francés y finalmente recaló en la tesorería de una empresa de fabricación de chapa para automóviles, el momento más álgido de su carrera. "En el ámbito económico me fue muy bien, pero lo que es inolvidable es el aspecto humano que nos llevamos", rememora. Con Casimira, que llegó a Buenos Aires desde Pontevedra a los 10 años, formó una familia y retornó a Galicia en el año 1972.

Ella estudió comercio y trabajó en una tienda de ropa para niños, en la que tenía a nueve empleadas a su cargo. También en su caso, el país sudamericano no pudo brindarle mejor acogida. "En mi barrio había judíos, italianos, árabes... no nos juntamos nunca con asociaciones de españoles, siempre nos relacionamos con todo el mundo, sin distinción", relata Casimira.

Un problema de salud les planteó la disyuntiva de quedarse o irse en su mejor momento laboral, pero, y como ella misma señala, "la salud debe estar por encima de todo". Finalmente empaquetaron sus efectos personales, cogieron a sus hijos y emprendieron el camino de vuelta. Casimira sanó, lo que hizo que el retorno mereciera la pena, pero a Joaquín la adaptación le costó, y, según su mujer, todavía le sigue costando.

Todavía les cuesta entender algunas de las idiosincrasias de la migración. "No entiendo cómo puede haber gente que, habiendo emigrado, haya vuelto siendo tan racista", dice Casimira. "Tienen a los que vienen a España a buscar una oportunidad como personas de segunda o de tercera". Con ella coincide Joaquín, para quien se trata, sobre todo, de una cuestión de clasismo. "Yo empecé trabajando con la oligarquía del lugar, y siempre me trataron con respecto y educación", añade.

Ellos, niños migrantes, no se imaginan cómo podría haber cambiado la situación de no haber contado con la red de apoyo familiar que tuvieron en el camino hacia el futuro mejor que buscaban. "La gente habla sin saber. Yo lo veo en las noticias y me duele mucho. Hablan de los migrantes como si fuesen asesinos. Hay que ser más generosos, ¿qué hubiera pasado si no nos hubiesen acogido a nosotros?, se pregunta Casimira. Su marido apela a una cuestión fundamental, la memoria: "Los españoles son orgullosos. Tenemos que saber de dónde venimos y cómo estábamos nosotros hace 50 años, si no fuiste tú, fue tu padre o tu abuelo".