Desde su Tetralogía de la ejemplaridad, a Javier Gomá (Bilbao, 1965) le ha rondado la idea de acotar el concepto de lo digno. Y, finalmente, lo ha hecho en Dignidad. El filósofo, ganador del Premio Nacional de Literatura en la modalidad de ensayo por su obra Imitación y experiencia, presentó ayer su texto en la Fundación Seoane, donde conversó con Silvia Longueira y Luis Paz como parte del ciclo Pensamentos urxentes. La definición del término y su relación con la cultura fueron algunos de los temas de la charla, en la que el escritor dejó patente el peso que, a diferencia de lo que pueda pensarse, posee la cualidad en el siglo XXI.

¿No se ha sentido un poco arqueólogo tratando la dignidad en los tiempos que corren?

Sí, pero como uno de esos arqueólogos que descubren un hueso que dice algo sobre los hombres del presente. De hecho, en el libro hago mención a un hallazgo que tuvo lugar hace más de un millón de años, en el que se descubrió una mandíbula que tenía alveolos sin dientes. Era la mandíbula de un viejo, y eso significaba que el grupo había decidido que debía sobrevivir una persona que ya no tenía ninguna función. Aquel fue el momento en el que destelló la dignidad por primera vez.

¿Nuestros políticos están a la altura de nuestro reclamo de un comportamiento digno?

A mí no me gusta moralizar sobre cómo son los políticos, porque muchas veces centramos la atención en ellos como si fueran una cepa que ha venido de Marte. Pero vienen de la sociedad, y también siguen las propias leyes de la política.

¿Cuáles son esas leyes?

Las leyes de la política no son encarnar la dignidad, sino la obtención del poder. Y es luego la ciudadanía la que exige que el modo en el que lo obtienen sea digno.

Se lo pregunto porque dice en la obra que España saldó una deuda con la Transición , pero hoy es una etapa polémica...

Yo diría que no es demasiado polémica para quien la conoce. Hay que saber que lo que hemos conseguido no nos ha llovido del cielo. De hecho, en el caso español hemos tenido una relación de cierta extrañeza respecto a la modernidad. Cuando la hemos alcanzado, lo hemos hecho tarde pero particularmente bien, y de manera pacífica.

¿Nos juzgamos con demasiada dureza?

Sí. Yo pongo el ejemplo de cuando vas a ver Las Meninas al Museo del Prado. Si te pones a 3 centímetros, lo que ves son manchas. Y si te pones demasiado lejos, lo que ves es un marco. Si los historiadores se ponen a describir minuciosamente los acontecimientos, encontrarán la imperfección humana. Pero si adoptas una perspectiva culta, es cuando te das cuenta del prodigio que representó. Lógicamente, esto ha generado un sistema que se somete a tensiones como la crisis, y nacen los movimientos antisistema como la extrema derecha, izquierda o el separatismo. Precisamente en esa época es cuando los intelectuales tienen que recordar a la ciudadanía que es algo que tiene mucho valor.

¿Lo están haciendo?

Yo con frecuencia lo he echado de menos en el estamento intelectual que, con demasiada ligereza, a veces ha fomentado con una ignorancia a mi juicio culpable, esos sentimientos antisistema.

También parece a veces que la filosofía no case con la era de Facebook e Instagram...

Yo diría que hay más hueco que nunca. Y la prueba es el descontento. ¿Cómo es posible que vivamos en el mejor momento de la historia y sin embargo cunda por todas partes la insatisfacción? Pues porque cuanto más progresa la dignidad, más son las situaciones en las que la vemos atropellada. Por ejemplo, la sociedad se ha irritado por cómo los gobiernos europeos han tratado a los emigrantes, pero esa insatisfacción supone que se les ha reconocido una dignidad que merece respeto más allá de fronteras y legislaciones.

¿La filosofía no está demasiado lejos de la gente?

Es cierto que la filosofía muchas veces no llega al público, pero es que cuando trata de emular a la ciencia, que usa un lenguaje codificado, equivoca su condición. La filosofía debe ser literatura, no tiene sentido que se escriba para que la lean solo otros filósofos. Pero tiende a ser para iniciados y árida. Cuando ocurre esto, la sociedad le da la espalda, y recurre a la autoayuda, a extravagancias orientales y a psicología barata. No es la filosofía la que está fallando, sino los que la practican, que no son capaces de ofrecer interpretaciones que mejoren la visión del mundo del ciudadano corriente.

La suya mejoró con la biblioteca de su padre.

Sí. Cuando estalló mi vocación a los 15 años, yo cogía un libro, lo terminaba a las tres de la madrugada, y me llevaba a otro del mismo autor. No es que fuera una biblioteca infinita la de mi padre, lo que ocurre es que los libros esenciales sí que estaban.

No podría comentar con mucha gente de su edad aquellas lecturas. ¿No se sentía aislado?

Sí, pero siempre encuentras algún alma gemela y, además, siempre desarrollé una enorme autoironía. Esa ironía te hace soportable a ti mismo porque, si no, tienes una intensidad completamente insoportable. Te ayuda a vivir.

¿Le caen muchas bromas a uno por ser filósofo incipiente?

Bromas me han caído por todas partes. Pero yo practico la autoironía en parte para adelantarme a los demás. Si te ríes de ti mismo, haces que el otro pierda las ganas de hacerlo.