Entre errores considerables, demoras y grotescas teorías negacionistas, en realidad nadie sabe cuál es la gran solución ni la más rápida para combatir el contagio del coronavirus. Navegamos en procelosos mares. Probablemente consista en tratar de evitarlo marcando las distancias; es lo que estamos haciendo en estos momentos y seguiremos hasta que la confianza y el miedo a la infección nos permita volver a ser lo que éramos y pasar esta prueba de fuego.

Cuidarse, ser meticuloso en la higiene, significa, además, la mejor forma de agradecer a los sanitarios el combate que están librando, evitándoles aún mayores esfuerzos y sacrificios personales, y una manera de darles las gracias mucho más eficaz que asomarse a las ventanas de las casas, todos los días a las ocho de la tarde, para aplaudirlos y de paso constatar que todavía estamos vivos.

Se desconoce el camino más corto. Igual no lo hay. Pero sí resulta evidente, en cambio, el riesgo que supone quedarse paralizados. El Gobierno, que anunció estos días las medidas económicas para combatir la pandemia y, al mismo tiempo, ayudar a la sociedad a que pueda resarcirse de los efectos del empobrecimiento que traerá consigo, una vez que al virus deje de interesarle el género humano, debe ser consciente de que si no acierta a combatir el tsunami económico y social fruto de la crisis, el miedo que ahora atenaza a unos ciudadanos confundidos podría convertirse en desesperanza y repudio definitivo de la clase política por no haber sabido estar a la altura. La responsabilidad que se le exige a la población tiene que ser correspondida con liderazgo, partiendo de la determinación y el ejemplo."No vamos a dejar a nadie atrás", repitió estos días Pedro Sánchez. No se olviden de este mantra que sustituye a otro anterior y reciente del mismo autor: "Haremos lo que haga falta, donde haga falta y cuando haga falta".