El martes 10 de marzo Madrid vivió uno de los mayores episodios de jolgorio que se recuerdan. Con el cierre de los colegios, las familias se echaron de forma decidida al monte: llenaron los parques urbanos -el Retiro, la Casa de campo, el Pardo- y los aparcamientos de las sierras. Los que no habían hecho el disparate de irse a la playa, como si nada sucediese, disfrutaban de un veranillo de risas y juegos.

El título del drama de Jacinto Benavente lo dice todo: La ciudad alegre y confiada.

El Gobierno, que era consciente de la situación real días antes de la manifestación disparatada del 8 de mayo, pero no hizo nada para evitarla -bien al contrario; se puso al frente de ella-, tardó un sinfín en expresarse con claridad. El mismo día en que los madrileños paseaban por el campo, el martes 10, el presidente Sánchez sugirió que se tomarían medidas serias -¡por fin!- para contener la epidemia del Covid-19. Pero el estado de alarma no se declaró hasta el sábado: cuatro días necesitaron para decidirse. No es de extrañar que Madrid siguiese ajeno al alcance del problema hasta que la policía advirtió de lo que significaba la reclusión: ni carreras, ni fiestas, ni bicicletas, ni paseos. Controles y multas. El lunes 16 la capital era ya una ciudad en estado de sitio con las aceras vacías, las calles sin apenas tráfico y solo algunos vecinos sacando a los perros durante unos pocos minutos.

Madrid es hoy una ciudad muerta salvo a la hora -las ocho de la tarde- en que los vecinos salen a los balcones a aplaudir a las enfermeras y los médicos. Solo las redes sociales hierven al comprobar cómo las autoridades van cayendo del lado de los infectados por el virus y, pese a ello, presidente y vicepresidente, ambos con sus mujeres con test positivo de coronavirus, se exhiben como si la cuarentena fuese optativa.

No lo es; en la prensa se ha explicado de manera muy clara que el confinamiento en casa no solo sirve para evitar contagiarse, sino que es el único medio para evitar que los infectados sin síntomas expandan aún más la enfermedad, como sucedió en China y en Italia. Los expertos calculan que el pico de la epidemia está por llegar, quizá a principios de abril. Y siguen las decisiones a medias, con el ejército cumpliendo las órdenes de transportar camas cuando lo que necesita Madrid ya es que se monten hospitales militares de campaña. Bajo estado de sitio, son imprescindibles antes de que el problema se escape de las manos. Que se escapa. Mientras las calles de la capital están desiertas, dos hospitales, La Paz e Infanta Leonor, han alcanzado ya el colapso. Curación, no hay. El protocolo para el tratamiento de los síntomas, que debería haber dictado 'manu militari' el Ministerio de Sanidad, rebota de hospital en hospital bajo iniciativa de los médicos. Eso sí; al menos ya sabemos lo que significa el fin del mundo normal.