Como la libertad de expresar lo que cada uno piensa todavía no está confinada habría que decir que las esperanzas de este Gobierno para frenar el contagio son exclusivamente que la gente se quede en casa y se lave las manos. Fuera de eso apenas nada más se está haciendo, los test rápidos fundamentales para detectar y atajar el virus no se están llevando a cabo porque, al contrario que en otros lugares, nadie había contado con ellos por imprevisión y cuando decidieron adquirirlos a los chinos resultaron ser un fraude. Los sanitarios caen como moscas por falta de protección; no hay un país en el mundo donde los profesionales de la salud estén acudiendo a cumplir con la misión de salvar vidas tan desprotegidos como en este. El número de bajas es una de las pruebas de la ineficacia del ministerio de Sanidad. Todo ello sin entrar en las medidas de previsión económica para combatir los efectos del virus, que están siendo insuficientes cuando no contraproducentes.

No estamos hablando de incorporar alta tecnología a la lucha contra el coronavirus, nos referimos simplemente a unos test de detección de la enfermedad, mascarillas y guantes. Cuando el resto de Europa se estaba bien preparando o desistiendo, como el caso del Reino Unido, para afrontar el desafío de una amenaza que ya se había cobrado demasiadas muertes en China, Irán e Italia, el Gobierno de España vivía, ajeno a la realidad, su fiesta de la ideología más sectaria animando a los ciudadanos a juntar el aliento y haciendo caso omiso de las informaciones que le llegaban por parte de los organismos de salud.

España era una fiesta y el coronavirus llamaba a una puerta donde el anfitrión le ponía una alfombra para que pasase. La reacción posterior tampoco fue rápida y buena -lo que mal empieza, mal acaba-, no hay que cansarse de repetirlo porque las consecuencias están siendo letales.