En 1945, con el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, terminó la Segunda Guerra Mundial. Una contienda que, por las características de las armas empleadas, pudiéramos decir que fue una guerra caliente. A ella le sucedió inmediatamente una guerra fría entre dos de las potencias vencedoras, Estados Unidos y la Unión Soviética que se disputaban el predominio universal para imponer sus respectivos modelos de sociedad; a saber, el capitalismo y el socialismo. Ninguno de forma perfecta, por supuesto, ya que el capitalismo preconizado por Washington derivaba hacia un ultraliberalismo de clara tendencia monopolística y el abanderado por Moscú hacia un capitalismo de Estado bajo la engañosa etiqueta de socialismo real. La confrontación entre los dos bloques duró hasta la desaparición de la URSS en 1989 y durante ese largo periodo de tiempo la guerra fría se mantuvo sobre dos conceptos estratégicos de siniestro perfil como la destrucción mutua asegurada y el equilibrio del terror. O, dicho de otra forma, sobre la certeza de que el arsenal nuclear de los dos contendientes permitiría su destrucción recíproca en menos de 24 horas. Planteadas, así las cosas, la pelea por alcanzar superioridad sobre el enemigo solo podía lograrse mediante la construcción de un arma más potente más veloz y sobre todo más destructiva que las del contrario. Ese planteamiento disparatado dio lugar a una carrera armamentística sin tregua y a proyectos delirantes como el de la famosa guerra de las galaxias de Ronald Reagan, un intento de ahogar financieramente a la Unión Soviética obligándola a afrontar un gasto financiero que no podría soportar. La guerra de las galaxias nunca tuvo lugar, la URSS desapareció del mapa por otra serie de causas, y el enorme arsenal nuclear que iba a respaldar la pervivencia de los respectivos sistemas políticos se oxida en sus plataformas de lanzamiento. Lo que vayan a hacer con esa peligrosísima chatarra los dirigentes de los pocos países que la poseen es todavía un misterio, aunque cabe alentar la esperanza de que en algún momento tengan la lucidez de desviar la ingente cantidad de dinero que invirtieron en su construcción en asuntos de mejor aprovechamiento para la humanidad. Digo lo que antecede porque he leído unas declaraciones del virólogo español Adolfo García Sastre, director del Instituto de Salud Global y Patógenos Emergentes del hospital Monte Sinaí de Nueva York, en las que aboga por dedicar a la prevención de las pandemias una partida presupuestaria equivalente a la que se dedica a Defensa y compra de armamento. "Los gobiernos -dice- deben invertir contra las pandemias lo mismo que gastan en Defensa. Para hacer la guerra con otros países o defendernos se gasta mucho dinero en armamento, tanques, torpedos y misiles que al final no se usan, pero se consideran necesarios en el caso de que haya un ataque. Esto es igual, es casi más probable que nos afecte más una pandemia que una guerra. Debemos tener la capacidad hospitalaria y servicios en el caso que llegue una nueva". La propuesta no podría ser más razonable y oportuna. Y podría dar pie a una reformulación del papel del Ejército en defensa de la naturaleza y de la salud humana. Un debate estimulante.