Conforme vas acumulando Viernes Santos por exigencias biográficas, compruebas que la antigua fecha de la muerte de Jesucristo exhibe la consistencia del teflón. No importa lo que hicieras el día anterior, ni tus perspectivas para el siguiente. Cualesquiera fueran tus circunstancias envolventes, esa jornada se ve invadida por una apagada tristeza, por la sensación de disponer de un montón de tiempo libre que no se sabe cómo utilizar. Por tanto, una metáfora exacta del confinamiento por el coronavirus es un mes de Viernes Santos.

El mundo antaño liberal ha llevado a cabo un experimento a gran escala con seres humanos, que carece de precedentes. Los ha arrancado de los bulevares y cafés que configuraban la esencia de Europa, según Steiner. El miedo al virus se ha impuesto a la bacteria o batería de protestas, la identificación de cada mañana con otro Viernes Santo llega al punto de que cualquier película de la programación despide los aromas de Ben-Hur. Los escasos sectores que permanecen expuestos no se felicitan de preservar una libertad mínima, sino que desean incorporarse a la cuarentena, véanse los trabajadores de gasolineras.

Ni siquiera el miedo justifica la unanimidad. Se alegará que al quinto Viernes Santo consecutivo se advertirá que el juego tiene truco, y que mañana es en realidad sábado aunque de poco le sirva al arrestado a domicilio. No es cierto, el epicentro de la Semana Santa posee la característica de que parece un día sin salida, de ritual inevitable. Quizás la civilización consistía en olvidar el miedo durante algunos periodos de la vida, pero el siglo XXI se muestra certero en la programación de pandemias, por lo que la verdadera curación psicológica sobrevendrá cuando podamos trasladar nuestra hipocondria del Covid-19 a otra enfermedad. Entretanto, el primer mundo casi siente nostalgia de los millones de personas que no pueden permitirse la preocupación por el coronavirus.