El Gobierno ha empezado a impugnar las cifras de contagios del coronavirus cuando España ya alcanza el récord mundial con 13.000 y muestra la peor tasa de muertos en proporción a sus habitantes. Si a ello unimos el empleo destruido en las dos semanas del estado de alarma, 900.000 puestos, la estadística no se puede decir precisamente que nos favorezca. Algún día, si los españoles no han sido antes lo suficientemente narcotizados por las televisiones públicas y privadas, acertarán a juzgar como merece la letalidad con que ha actuado el Ejecutivo desde el inicio de la crisis. Ojalá sea más pronto que tarde, porque la gestión política, la ausencia de recursos sanitarios por negligencia y la falta de una respuesta rápida y eficaz, forman parte de la misma pesadilla del coronavirus.

Pero también es cierto que los recuentos de las cifras de la tragedia, los contagiados y los muertos, se están haciendo de forma muy distinta dependiendo del lugar, la circunstancia, los protocolos y los intereses particulares. Por ejemplo, está el caso de China, que sigue bajo sospecha después de que Pekín enmascarase las estadísticas de Wuhan. En febrero, la revista financiera Barron ' s publicó un informe que ponía al descubierto el ardid empleado; consistía en aplicar una fórmula matemática para evaluar con un 99% de posibilidades de acierto cuáles iban a ser las cifras de infectados del día siguiente, como si supiesen exactamente lo que iba a suceder. Estados Unidos y Japón han mantenido en todo momento la denuncia sobre la ocultación de datos; China, a su vez, ha respondido haciendo circular la versión de que el ejército del primero de estos países introdujo el virus en la ciudad donde se originó el brote que, a su vez, es sede de los laboratorios de investigación vírica del gigante asiático. Si el virus no forma parte de una guerra biológica, encaja, al menos, en la biología común política de la ocultación.