Pues al final era la izquierda, la que tenía razón. Ha bastado un virus, un patógeno diminuto, pero con una capacidad de contagio hasta ahora desconocida, para demostrar que sin el Estado protector se nos desmorona el mundo entero, que no es la ley del mercado libre la que puede equilibrar por sí sola las relaciones necesarias para que sobreviva la sociedad y, de paso, los individuos que la forman. La tan cacareada globalización, internet, las redes sociales y casi todas las claves de nuestra vida en este infausto siglo XXI han dado paso, de golpe, a un dilema que llevaba planteándose al menos desde los tiempos de Hobbes: ¿más Estado o menos? ¿Seguridad colectiva o libertad individual? ¿Izquierda o derecha?, vamos.

Pero no cualquier izquierda. Ha sido la socialdemócrata, por contraposición incluso bélica a la comunista, la que con el ejemplo de la Europa del Norte por delante fijó las bases para ese Estado del bienestar que nos brindó logros inmensos, progresos espectaculares como los de la sanidad pública -hoy, la clave-. Los países, como el Reino Unido, que se cargaron semejante pilar en nombre del neoliberalismo están pagando con sangre, literalmente, su error.

Ahora bien, la condición esencial para que una socialdemocracia se convierta en el instrumento de gobernanza que necesitamos ahora mismo es que sea fiel a sí misma. Y España está resultando el ejemplo, el contraejemplo, perfecto, con el Partido Socialista Obrero Español como espejo en el que debemos mirarnos. Desde que Felipe González renunció a la izquierda radical, apostando por la socialdemocracia, esta ha protagonizado el enorme paso adelante que España dio para salir del franquismo, a través de un proceso de alternativa bipartidista en la que el Partido Popular asumía siempre buena parte de las claves socialdemócratas del Partido Socialista. Pero las circunstancias de fragmentación parlamentaria conducentes a la imposibilidad casi de conseguir mayorías de gobierno han llevado a que ese PSOE no exista ya. Muchos de sus votantes más fieles, y no pocas de sus figuras relevantes, han renegado en público del remedio de socialdemocracia en que ha convertido Sánchez al PSOE buscando extraños compañeros de cama -con enemigos declarados, entre ellos, de que España constituya un Estado del bienestar como el que la transición logró- y demostrando día a día, por añadidura, su incapacidad para gobernar, si no su incapacidad sin más.

En semejante situación, solo cabía confiar en Europa. Pero la UE también ha optado por arrojar por la borda los principios, heredados de la Ilustración, que sostenían el Estado protector. Cabe preguntarse si la Unión Europea sobrevivirá a la crisis derivada de su reticencia a ayudar a países como Italia. Pero lo que parece asegurado es que la España socialdemócrata que tanto amábamos no existe ya.