Primero fueron los test de detección del virus y ahora las mascarillas defectuosas. No hay un día en que este Gobierno, partidario exclusivamente de la versión oficial, no llame la atención por una obra mal hecha. Cientos de miles de mascarillas fake que se repartieron entre las comunidades autónomas han sido retiradas porque no cumplen los criterios de seguridad para proteger a los profesionales sanitarios. Cuando no se fue lo suficientemente previsor con los artículos de primera necesidad, manejarse ahora en una jungla de intermediarios depredadores debe de ser complicado. Eso, sin atreverse a sospechar que detrás de todo este auténtico despropósito del timo permanente se escondan otro tipo de razones.

Pensando sencillamente en que nos están engañando los tiburones del mercadeo sanitario, es hora de hacerse la pregunta de por qué el Ministerio de Sanidad, además de elegirlos tan mal, vuelve a confiar en ellos como proveedores. El argumento es que están avalados por China. Pero China, mucho me temo, pese a Tedros Adhanom, el polémico director de la OMS, no es fiable, empezando por las cifras oficiales de muertos que presenta, que de repente han subido un 50 por ciento después de un nuevo recuento en los hogares donde los chinos caían como moscas por falta de recursos para ser tratados después de la avalancha inicial.

China no es un ejemplo de nada por muchos esfuerzos que haga por aparentar una imagen de responsabilidad ante el mundo como país donde se originó el brote de la pandemia. Es una potencia que aglutina lo peor del capitalismo y del comunismo, los dos sistemas que ha aprendido a conjugar para ejercer una tiranía sobre los ciudadanos de la nación más poblada del planeta. Como escribió Simon Leys, uno de los occidentales que mejor la conocían, unos ciudadanos, los chinos, que se han vuelto insensibles simplemente por la razón de que ya han consumido todas las lágrimas a causa del abandono, la indiferencia administrativa y la tortura de su revolución cultural.