Antes de que llegase el coronavirus y el confinamiento fuese una obligación, Vicente González [nombre ficticio] ya se sentía encerrado. Vive, desde hace 17 años, en un galpón de A Zapateira de doce metros cuadrados, un espacio que ahora parece, incluso, más pequeño. "El confinamiento en las infraviviendas se lleva mal, es un espacio muy reducido e insalubre", declara.

La vida aquí dista mucho de la de otros barrios de la ciudad. "No hay aplausos y, ahora que se puede, tampoco se ve gente paseando. Todo es muy triste y pesado", confiesa este vecino, que apunta que, después de más de un mes confinado, "las paredes se caen encima de uno". González, que vive solo, trata de salir solo para lo "imprescindible", pero hasta eso se convierte en una pesadilla. Sin coche, tiene que ir andando al supermercado más cercano, en Alfonso Molina. "Evito el transporte público para no contagiarme, así que la cuestión se convierte en unas largas caminatas cuando justamente no debería estar caminando por ahí", relata.

Sobre sus vecinos, Vicente González indica que los dos estudiantes que había en las infraviviendas "no han vuelto" y tampoco tiene claro que lo vayan a hacer. "Hay varios trabajadores que ya no veo y muchos que tenían trabajos precarios, la mayoría, han perdido su empleo", analiza. A todo ello se suma la mala relación con los caseros. Poco antes de que se iniciase el estado de alarma, se vieron las caras en los juzgados, donde el inquilino se enfrentaba a una orden de desahucio. El juicio se suspendió porque la denuncia por impagos no la presentó la propietaria de la infravivienda, sino su hija. El caso sigue parado. "Se me están negando varios servicios, como el acceso a internet o el uso del congelador comunitario. Ahora, además, han instalado una cámara en nuestra parcela con la que pueden controlarnos", detalla.

Falta de respuesta

La situación de las infraviviendas salió a luz en 2008 a raíz de un estudio de los arquitectos Xosé Lois Martínez, José Manuel Vázquez y Plácido Lizancos. Se denunció públicamente, pero nada cambió. Todo lo contrario. Los galpones siguieron aumentando, no solo en A Zapateira, también en Feáns. El pasado enero, el Gobierno local propuso aumentar la vigilancia y precintar las construcciones para evitar que se sigan usando como casas cuando, realmente, solo pueden ser almacén. El concejal de Urbanismo, Juan Díaz Villoslada, habló también de la posibilidad de cortar servicios básicos, como el agua y la luz, para evitar que los propietarios vuelvan a alquilarlos.

Cuatro meses después, todo sigue igual. "Aquí no ha aparecido nadie del Ayuntamiento y los infractores actúan como si nada", avisa Vicente González, al que le preocupa que el tema quede en manos, finalmente, de Servicios Sociales. "Dudo que el Concello haga algo con las infraviviendas, ya que hay que realojar a bastante gente. Si son los Servicios Sociales los que tienen que hacerlo, están al límite, desde siempre, y más aún ahora por la pandemia", resume.

El vecino de A Zapateira es consciente de que, a día de hoy, "no pueden cubrir las necesidades de todas las personas que viven en las infraviviendas ni realojarlas".

La búsqueda de otra vivienda para estas personas que habitan los galpones es la demanda de la arquitecta Cristina Botana, del colectivo Anomias, que retomó el estudio de 2008 sobre estos espacios ilegales. Lo que busca no es solo que los cierren, ya que las condiciones son insalubres, sino que haya una alternativa para esos vecinos.

Estas construcciones se encuentran en las fincas de los chalés y, en algunas ocasiones, hay propietarios que cuentan con más de una decena de galpones habitados en su parcela, como es el caso de los caseros de Vicente González. Hasta los vecinos del barrio han criticado estas infraviviendas. "Es una vergüenza que esto exista, pero nadie actúa en contra", apuntó hace unos meses el presidente de la asociación vecinal de A Zapateira, Juan Manuel Sánchez Albornoz.

Este fenómeno comenzó en los setenta, cuando se abrió la Facultad de Arquitectura y los estudiantes buscaban un lugar cercano y barato en el que alojarse. Ahora, la mayoría de inquilinos son desempleados o trabajadores en condiciones precarias.