Nací y me crié en el barrio de Santa Margarita cuando todos sus alrededores estaban rodeados por huertas y campos. Había también una aldea con casas pequeñas y una fuente en el lugar donde hoy está la iglesia, mientras que la cuesta de la avenida de Finisterre era toda de adoquines. Me acuerdo de que muchas veces bajaba con mis amigos al lugar del monte de Santa Margarita a jugar donde estaban los camiones militares alemanes en los que estaba instalada la emisora de Radio Nacional y que se hallaban frente al cine Santa Margarita, que luego se llamó Rex.

Como los chavales de los años cuarenta no teníamos juguetes, usábamos cualquier cosa que nos valiera para jugar, como los tiratacos, los arcos con varillas de paraguas viejos, los tirachinas con cámaras de bicis estropeadas o las espadas de madera. Lo bueno era que teníamos toda la calle y los campos del entorno para jugar con total tranquilidad, ya que apenas había coches, por lo que nos pasábamos el día esperando que llegara la hora de salir del colegio para reunirnos con los muchos amigos que teníamos de las pandillas del barrio.

En aquellos tiempos, cuando el fin de semana nos daban un billete de una peseta, un real o cincuenta céntimos era un lujo para nosotros, ya que ese dinero nos permitía ir al cine, comprar tebeos o postalillas, aunque era muy difícil terminar esas colecciones. Cuando conseguíamos que nuestras familias no se enteraran, hacíamos escapadas hasta el centro para ir a la Tómbola de la Caridad y conseguir las postalillas que venían por detrás de las rifas que la gente tiraba al suelo cuando no tenían premios.

A veces tardábamos en volver más de lo previsto y cuando volvíamos a casa nos castigaban y nos daban un buen cachete, aunque ese mal trago lo pasábamos tranquilamente, al igual que cuando en el colegio nos ponían mirando a un rincón o nos golpeaban con la regla en las manos por portarnos mal. Lo único que queríamos es que no nos dejaran sin paga del domingo para poder ir a los cines del barrio, como el Santa Margarita y el Finisterre, además de otros como el España, Doré, Equitativa, Monelos y Gaiteira.

Lo que más nos gustaba hacer cuando veíamos las películas de romanos, vaqueros o de acción era patear en el suelo y dar gritos para animar al bueno de la película, por lo que lo pasábamos muy bien. Al pasar los años ingresé en el instituto Masculino, al salir del cual muchas veces nos enganchábamos en el tranvía. En esa época comencé a ir con mis amigos a las fiestas y bailes, entre ellos también a los de Sada, a donde íbamos unas veces enganchados al tranvía Siboney y otras en los bancos de madera del techo del autobús de la empresa A Nosa Terra, en los que en verano se pasaba mucho frío y solo había una lona para taparse.

En verano íbamos a bañarnos a Riazor y el Orzán a las rocas conocidas como el Cagallón, entre las cuales había una especie de piscina y donde todos los chavales aprendíamos a nadar. Les llamaban así porque el viento y la corriente llevaban hasta allí muchas veces la porquería que salía al mar por el desagüe general de la ciudad que había en San Roque. Cuando bajábamos al centro solíamos ir a la sala de juegos recreativos El Cerebro, que estaba frente al cine Coruña, que tenía mesas de billar y futbolines y fue la primera en tener máquinas electrónicas.

Otro de mis recuerdos son las carreras de motos que se hacían alrededor del estadio de Riazor y que eran un peligro por los adoquines y las vías del tranvía que había en el pavimento. También íbamos al paseo de los Puentes, que entonces era una zona ocupada solo por monte, ya que allí algunos conocidos jóvenes practicaban motocross, deporte que estaba al alcance de muy pocos. Con el paso de los años me casé y tuve tres hijos: Fernando, Antonio y Ana Isabel, quienes me dieron dos nietos, Álex y Nan do.