Nací en Panamá, donde estaban trabajando mis padres, quienes al poco tiempo me enviaron a esta ciudad a vivir a casa de mi abuela María en Río de Quintas, junto a Palavea, y más tarde a la de mi tío Manolo en Pedralonga, lugar en el que sigo viviendo hoy en día.

Mi único colegio fue el de Palavea, en el que estudié hasta los catorce años, edad a la que me puse a trabajar. Mis compañeros fueron José Aldao, Manolo, Pepe, Juan y Jaime, con quienes pasé unos años inolvidables. Uno de los recuerdos de ese tiempo es que un día que estábamos jugando al tren e íbamos todos agarrados de la mano, alguien tiró tan fuerte de nosotros que yo salí despedido y choqué contra la muralla del colegio y me rompí un brazo, por lo que estuve varios meses fastidiado y sin poder jugar con mis amigos.

Teníamos la suerte que los alrededores de nuestras casas estaban rodeados de campos y huertas, en las que podíamos coger fruta, siempre que no nos cogieran los dueños, quienes cuando nos sorprendían nos soltaban a los perros para que nos marcháramos. Pero nosotros le teníamos más miedo a los dueños que a los perros, ya que si nos reconocían podían decírselo a nuestras familias y nos caería una buena bronca y el consiguiente castigo.

Los fines de semana eran nuestros días preferidos, ya que podíamos pasarnos todo el tiempo en la calle y con total tranquilidad, ya que todavía no se había construido la avenida de Alfonso Molina y los pocos coches y camiones que había pasaban por la carretera de Eirís, donde solían parar en la recta del lugar donde estuvo la emisora la Radio Costera, por donde también solíamos jugar.

Como me gustaba mucho leer tebeos, solía cambiarlos con mi amigo Luis, al que todavía le gustaban más que a mí, sobre todo los de El llanero solitario, Gene Autry y Roy Rogers, publicaciones americanas que nos mandaban desde Argentina los familiares que teníamos en ese país.

En verano, cuando hacía buen tiempo iba con la pandilla hasta el Portazgo, donde bajábamos a la ría para coger almejas y luego venderlas en Fonteculler a las famosas guitarreras, que tenían el bar O que faltaba. El dinero que ganábamos lo dedicábamos a comprar tabaco o jugar al futbolín.

Cuando podíamos, íbamos al cine El Portazgo, Vilaboa y el del carnicero en el puente de A Pasaxe, que en verano también tenía pista de baile y merendero. Yo tenía la suerte de que conocía al dueño del cine El Portazgo y entraba gratis al llegar al acuerdo con él de que llevaría los rollos de la película al de Vilaboa, donde proyectaban la misma pero a horas distintas.

Al principio se me hacía muy duro subir la llamada cuesta del Castañeiro, pero con el tiempo me acostumbré y durante mucho tiempo pude ir al cine sin pagar. También íbamos a los de la ciudad, como los Monelos y Gaiteira, a los que a veces íbamos enganchados en el viejo autocar conocido como La Cucaracha, que solían reparar en el taller Parada, que era de mi tío. Jugué al fútbol en el equipo del Portazgo, con el fuimos campeones de la liga de As Mariñas, por lo que el presidente, Castelo, me dio una medalla conmemorativa. Entré a trabajar en el taller de mi tío con catorce años como aprendiz y permanecí hasta los años sesenta, momento en que entré en Arrojo, primero en Alfredo Vicenti y luego en Rosalía de Castro.

Más tarde trabajé en Perillo y después pasé a Grupo Atlántico en A Pasaxe y después terminé mi vida laboral en el concesionario de Hyundai, aunque también estuve trabajando en Suiza con mi mujer, con quien tengo un hijo llamado Ismael. En Suiza me aficioné al modelismo, que seguí practicando aquí, también ahora tras mi jubilación, y con el que gané varios primeros premios en las exposiciones que se organizan en el Fórum Metropolitano y en el Museo Militar.

Testimonio recogido por Luis Longueira