En 1764 la Corona crea, desde A Coruña, un sistema estable de comunicación con las colonias del Caribe. La inauguración de la línea con La Habana se realiza pocos meses después del decreto de creación de los Correos Marítimos, con su Arsenal en A Palloza. El barco de este primer viaje era el paquebote El Cortés, su capitán era Álvaro de Castro y su piloto Domingo de Velasco.

Además de los 16 hombres de la tripulación, El Cortés llevaba once pasajeros, la mayor parte comisionados de la Corona para desempeñar cargos oficiales en América. Entre ellos estaba Pedro Antonio de Cossío, organizador de los Correos Marítimos en las Indias.

A primero de noviembre el barco parte para América. El administrador de A Palloza, José Antonio López, lo despide. A las cinco y media de la mañana maniobra el buque en puerto y, a la altura del castillo de San Antón, el Administrador regresa a tierra. Comenzaba una larga y accidentada travesía que no terminará hasta el 5 de febrero en Campeche, localidad de Nueva España.

Todo el viaje lo conocemos por la descripción de uno de los pasajeros, José Antonio de Pando. La impericia del capitán, el desconocimiento de la costa de las islas caribeñas y la falta de previsión de las necesidades del barco marcaron la travesía.

No faltaron tampoco los fuertes temporales. El 1 de diciembre las condiciones del mar empeoran. Las olas se llevan la vela de la gavia, "que es la segunda del palo mayor". El mar, más que agua, parece "un volcán de fuego" y "más que abrigo de peces, exhalación agitada de la mayor braveza". Relámpagos, remolinos de mar "que nos querían sumergir hasta su centro". La "pequeña nave" se mantuvo por cerca de nueve minutos recostada por la banda de sotavento, sin gobierno de timón. Durante las tres horas que duró la tempestad los "ayes y suspiros de mis compañeros no podían menos que enternecer el corazón más endurecido".

La falta de previsión afectó a la manutención del pasaje. A los tres días de viaje, "un runrún entre la gente de la tripulación" anunciaba que el agua era insuficiente. La carne fresca también empezó a escasear. Tres terneras y seis carneros no podían durar muchos días para doce personas de primera mesa y cuatro de segunda. El pan también se agotaba.

La comida constaba de un poco de arroz, con alguna grasa, una poca carne cocida, "que ni nuestros pecados eran tan feos", y algunos fideos que se terminaron enseguida. El pan de galleta, "por lo tanto negro y malo", y el vino era, por parecer en todo catalán, de "la más ínfima calidad". Con el paso de los días las necesidades del pasaje se hacen evidentes. Por su extrema delgadez "parecía un coro de anacoretas penitentes". Tan solo la llegada a Puerto Rico y el desembarco en tierra pudo aliviar tanta necesidad. El comisionado Pedro Antonio de Loño empleó más de cincuenta pesos en el avituallamiento personal.

A la impericia del capitán se le unía el desconocimiento del mar por el que navegaba. A 23 de diciembre uno de los marineros divisa tierra, cada uno de los pasajeros le da en premio un peso, y el capitán cree ver la isla de San Martín, cuando en realidad era la de Arregada. Llegados a Puerto Rico, la maniobra de entrada en la rada de San Juan se complica y en la bocana la corriente lleva el barco contra la banda contraria al Castillo del Morro. Son el piloto de una saetia catalana y los marineros de una canoa los que con sus barcos evitan la pérdida de El Cortés. La situación era tan apurada que "los naturales no se acordaban se hubiese liberado alguna embarcación en semejante sitio".

La mayor equivocación la comete el capitán cuando fija el rumbo después de pasar por Santo Domingo. Si el destino final era La Habana, lo lógico era costear la isla de Cuba por el norte. La decisión de bordear la isla por el sur condicionó definitivamente el viaje. En Santiago de Cuba, después de nueve días de maniobra para entrar en puerto, el correo y el pasaje se distribuyen hasta alcanzar sus destinos finales. Por mar, en una goleta, alcanzan Cartagena y Perú. El correo destinado a La Habana se envía por tierra.

A día 25 el capitán fija el rumbo y, superado el Cabo de la Cruz, se retira a dormir. El piloto advierte de que el barco se dirige directamente a la costa. A la una de la mañana, a nueve leguas de la Isla de Pinos, el ruido de la quilla chocando con las peñas despierta a tripulantes y pasaje. Todo el navío se estremece. Se ponen las velas en facha y se procura hacer fuerza hacia atrás. Nada es suficiente. El navío se golpea contra las peñas una y otra vez. Un bote hace reconocimiento de la zona. No se ven mas que piedras. Se tiende un anclote por la popa y con el molinete se tira de la estacha. Cada vez se iba más contra las peñas. A poca distancia se divisaban los restos de una embarcación perdida.

El piloto indica la única maniobra posible. Picar el palo mayor, sin reservar nada de su aparejo, y aliviar el peso del barco. Al poco el navío empieza a reflotar y logra salir de la zona más peligrosa. Se invoca al Santo Cristo del Buen Viaje y se le promete una ofrenda en agradecimiento. Encalma el viento, se sosiega la mar y se arma una bandola que sustituye el palo mayor. El viaje continúa.

En el extremo occidental de la Isla de Cuba las corrientes de mar son muy fuertes. El Cortés navega por esas aguas y "la ninguna práctica de nuestro capitán en semejantes acontecimientos" obliga a cambiar el destino final del viaje. El barco se dirige definitivamente a Campeche donde reparará todos sus desperfectos.

Antes de regresar a A Coruña, el barco recala en La Habana. Allí la tripulación y el pasaje cumplen su promesa. En ofrenda llevan la vela del trinquete, "sobre nuestros hombros y descalzos", hasta la iglesia donde se venera el Santo Cristo del Buen Viaje. El primer viaje de los Correos Marítimos había terminado.