Me crié en la calle de A Falperra, en la esquina con la calle Noia, donde viví con mis padres, mis abuelos y mi hermano Álvaro. Estudié en el colegio Oscus de la ronda de Nelle hasta que terminé el bachillerato y allí tuve como compañeras a Yoli, Rosita, Bea, Menchu, Marujita, Marina y Ana, con las que cuales formé una pandilla, aunque también tenía otra de amigos de mi calle de la que formaban parte Jorge Soler, Suso, Serantes, Zelmira, Bea, Alberto, Begoña, Charo, Rafa, Miguel, Loli, Luis y Marisé. Esta última fue mi compañera habitual en todos los juegos en mi infancia y juventud.

Solíamos jugar en la plazuela de la Paz, donde estaba el colegio de Rafael Vidal, a quien no le gustaba que lo hiciéramos allí porque con el ruido molestábamos a los muchos alumnos que tenía, ya que tenía fama de ser muy duro, pero también de buen profesor. Cuando jugábamos en ese lugar, sus estudiantes miraban por las ventanas y no prestaban atención a lo que les decía el profesor. En el barrio había otros tres colegios, El Despertador, Coca y Sualva, todos ellos mixtos y por los que pasaron cientos de niños y niñas de la zona.

Como en aquellos años apenas había tráfico, podíamos jugar sin peligro en las calles del barrio, como Vizcaya, Santander, Asturias, Noia y San Vicente, así como en los lavaderos de ropa de A Falperra y A Coiramia, a los que solíamos acudir cuando hacía buen tiempo, ya que eran sitios frescos y con mucha sombra, además de rodeados de campos. A pesar de que ya había agua corriente en las casas, la gente seguía yendo a esas fuentes a cogerla por lo bien que sabía.

También jugábamos frente a la carbonería La Mina, mientras que en las librerías El Caballito Blanco y en la de Aurorita cambiábamos tebeos y comprábamos cromos. En la heladería de Magín comprábamos helados de cucurucho en verano, época en la que solía ir con mi familia a la playa de Riazor, aunque a veces también iba a La Solana con mi amiga Marina. A la playa más lejana a la que iba, tanto con mis padres como con mis amigas, era la de Santa Cristina, en la que nos pasábamos todo el día.

Uno de los pasatiempos favoritos de los niños de mi tiempo era ir al cine los domingos, ya que íbamos a las salas de barrio como Doré, Equitativa, Monelos y España. En el último de ellos lo pasábamos fenomenal cuando la película era mala, el sonido estaba mal o se iba la luz, ya que empezábamos a patear y hacer ruido con las butacas de madera y el acomodador y su mujer, que era los encargados del cine, se enfadaban muchísimo. Me acuerdo también de los grandes pirulís de caramelo que se vendían en esa sala, ya que nos duraban toda la película.

De jovencita fui catequista junto con algunas amigas en la nueva iglesia de San Pedro de Mezonzo recién inaugurada. En esa época empezamos a ir a discotecas como El Gran Casino, Rigbabá, Cassely y Chaston. Al terminar el colegio hice prácticas Cruz Roja como dama auxiliar, lo que me permitió trabajar como enfermera, primero en la asociación Aspace, que presidía el abogado Bahamonde, en cuyo despacho también fui secretaria. Después trabajé en el Sanatorio Labaca con el doctor Vega, donde se atendía a todas las monjas de la ciudad.

Al casarme dejé de trabajar, pero cuando mis hijas, Teresa y María, se hicieron mayores, empecé a estudiar hostelería, primero en la Escuela San Javier y luego en el instituto del paseo de los Puentes. Me inicié en esta profesión en Afundación dando clases de cocina para niños y seguí en la Fundación María José Jove, mientras que ahora imparto formación de esta especialidad en la Cámara de Comercio para personas menores de treinta años.

Testimonio recogido por Luis Longueira