Me crié hasta los años ochenta entre las calles San Luis y Capitán Juan Varela, que en los años cuarenta estaban todavía rodeadas de campos en los que los niños podíamos jugar abiertamente. Cuando me casé me fui a vivir a Perillo durante diez años, al cabo de los cuales regresé a la ciudad para instalarme en San Andrés.

Tengo dos hermanos, Fernando y Olga, y con el primero de ellos fui al colegio Concepción Arenal, que dejé a los catorce años para ponerme a trabajar y ayudar a la economía familiar. Empecé como chico de los recados y luego de botones en una secretaría de los antiguos juzgados. Más tarde pasé a las oficinas de la empresa Ponte Naya, que dirigía el cónsul de Francia, Francisco Dotras, en las que estuve una década, hasta que entré en la desaparecida Utande, situada en la plaza de Ourense, en la que trabajé ocho años.

Posteriormente estuve en la Mutua Gallega y finalmente lo hice en el Banco Pastor, en el que permanecí durante treinta años hasta mi jubilación.

En mi niñez y juventud lo pasé fenomenal con los amigos de mi barrio, como los hermanos Balay, Amadeo, Carlos el de la pulpeira, Luisito el del zapatero, Fernando el barbero, Tinín, Isabel, Carmen Moreno, Matucha, Nanín, Pepiño el de la sal y el hijo de Magín el heladero. Jugábamos en la misma calle, que estaba sin asfaltar, o en los campos de los alrededores, como el de la Peña, el de Senra, A Sardiñeira y O Borrallón, así como en las explanadas de las estaciones del Norte y San Cristóbal.

Entre nuestros juegos estaba el de la bujaina, de las que las malas eran de madera de pino y las buenas de boj. Cuando jugábamos con ellas, los cantábamos: "Pau, pau, vira, vira, ferrón de calamina" y cuando nos rompía el ferrón usábamos la bujaina como pandote en el juego que se llamaba así. Cuando comprábamos una bujaina buena, le hacíamos un ferrón con una buena punta de acero y rellenábamos el hueco con bosta de vaca para que la madera hinchara y quedara fija.

Otro de nuestros pasatiempos era cazar pájaros, ranas, alacranes y grillos. También, como si fuera un safari, íbamos a la caza de algún gato como si se tratara de un tigre, para lo que usábamos tirachinas y arcos con las varillas de paraguas viejos. Para conseguir las chapas de las gaseosas y refrescos, íbamos al vertedero de productos de cristal que tenía la fábrica de San Cristóbal, donde buscábamos también las bolas de cristal de los boliches para jugar con ellas a las canicas.

Para conseguir unas monedas, nos apuntábamos por grupos para ir de monaguillos a la misa de los domingos en la iglesia de San Rosendo, que oficiaba el conocido cura don Manuel, quien siempre nos daba dinero y nos compraba tebeos. La iglesia estaba pegada al sanatorio que llamábamos de los locos, en el que muchas veces nos colábamos en la gran finca que tenía para coger fruta. Después nos íbamos a la fuente y lavadero de San Vicente, que siempre estaba abarrotada de mujeres que iba a lavar la ropa y de niños y niñas que las acompañaban para jugar allí mientras ellas trabajaban.

Empecé a jugar al fútbol en el equipo de la calle de O Borrallón, donde tuve como compañeros a los hermanos Liñeiro, Toto, Crecente, Tarrita, los Sampayo, Fernandito, Mundito, los Perrete y Nanín. A los catorce años fiché por el equipo de mi calle, el Maravillas, en el que estuve diez años y llegué a ser capitán, teniendo como entrenadores a Presedo y Moscoso y como compañeros a Cruz, Zurdo, Cheché, Seisdedos, Geluco, Miguel, Ángel, Félix, Veloso y Muíños. Al dejar este equipo pasé al fútbol sala y muchos años después a la liga de veteranos de empresas con el equipo del Banco Pastor, en el que sigo jugando a pesar de que haber alcanzado ya los setenta años.

Testimonio recogido por Luis Longueira