En A Coruña nadie es forastero. Bien lo sabe la amplia diversidad de hosteleros de diversas partes del mundo que escogieron la ciudad para empezar sus proyectos y negocios: muchos admiten tener ya el corazón dividido entre sus viejas patrias y la nueva de adopción, y, aunque la morriña siempre es lícita, no es difícil tener presente la cuna en los platos que se sirven en sus locales.

Aunque, para ellos, la batalla contra el virus toca librarla en A Coruña, no pueden ni quieren dejar de estar pendientes de lo que ocurre en sus tierras natales, en las que la pandemia ha golpeado con fuerza y efectos desiguales en función de cada territorio.

Normas como la imposición de los aforos reducidos, prohibición del uso de la barra y el cierre a horas tempranas cayeron como un jarro de agua fría hace dos semanas sobre los hosteleros coruñeses, justo en el momento en el que se hacía más necesario contar con todos los recursos al alcance de uno. El verano que se presentaba como la oportunidad de oro para recuperarse de la parálisis de los meses de cuarentena se convirtió en toda una carrera de obstáculos a sortear, en la que es inútil hacer previsiones ya que es imposible imaginar el cariz que tomará la situación la semana siguiente.

Armando Fuentes, que ha hecho de la convivencia entre Cuba y Galicia la bandera de la carta de su restaurante, Entre Dos (culturas, para más señas), asiste con preocupación al desarrollo de los acontecimientos en su país natal, al tiempo que lidia con las nuevas exigencias que el aumento de los casos en la ciudad han impuesto sobre el suyo y el resto de establecimientos. "Al menos, aquí el virus nos ha cogido con los mercados llenos. En los mercados de Cuba no hay nada, se te rompe el alma", lamenta.

Algunos, como él, han tenido que reconvertir su oferta para adaptarse a los nuevos tiempos. Mientras que en el Entre Dos eligieron ofrecer por día una cuidada selección de sus especialidades, con el fin de desperdiciar la menor cantidad de comida posible, en el Tropicaña optaron por lo contrario. Caroline Machado, su propietaria, decidió incluir en carta, ya en los albores de la pandemia, un nuevo producto: pizzas con mucho sabor brasileño. "Es lo que nos ayudó a estar abiertos hasta ahora, porque pudimos repartir a domicilio. A la gente le gustaron y se corrió la voz", cuenta la dueña del negocio.

En Los Farolitos, cocina tradicional mexicana, tocó redistribuir el espacio sin renunciar al toque autóctono del local. "Nos gusta tener el establecimiento cuidado, con cierta distinción. Tenemos manteles de tela con motivos típicos de México, decidimos cubrirlos con cubremanteles de plástico. No nos gusta, pero es la manera de hacer desinfecciones a fondo", explica su propietario, Ángel Couto.

Andrea Vastianou, del griego Hellas, eligió el recorte drástico: de las 14 mesas de antaño restan 7 en el interior del establecimiento que regenta en el Callejón de la Estacada. "Somos muy estrictas aquí. Ya hay quien ha tenido que irse por no cumplir las normas, tengo que cuidar a mi personal y a mis clientes", advierte. Para Wei Wei, que ofrece en Meetaqui 100% China la cocina más auténtica de su país natal, la mascarilla no es ninguna novedad. "En China ya es costumbre usarla, en el médico o en la hostelería", asegura. A Jefferson Barrera, a quien preocupan las noticias que llegan desde Perú, "donde hay toque de queda y muchas carencias", lo salvó la peatonalización provisional de la calle, donde pudo instalar una terraza. Así es vivir la pandemia con el corazón dividido, el peso de las restricciones y la esperanza de tiempos mejores.