Campo de refugiados de Moria, en la isla griega de Lesbos. Una jungla caótica de 13.000 almas convertida en un infierno de ceniza. Hace diez días un incendio destrozó el terreno en el que migrantes de decenas de países, la mayoría de Afganistán, se hacinaban para sobrevivir mientras desde hace meses se aferran a la débil esperanza de obtener el asilo que han solicitado a Grecia. Sin suelo donde sobrevivir y esperar para entrar en la península, sin tiendas o carpas bajo las que resguardarse, unos 2.000 refugiados se instalan ahora en otro campamento provisional a unos dos kilómetros de la capital de Lesbos, Mitiline; el resto de supervivientes hace cola para recibir comida y deja pasar las horas en las carreteras de los alrededores. Allí la ayuda es el aliento que separa la vida de la muerte, el aire que combate el olvido. Entre los cientos de voluntarios y cooperantes desplazados desde la fecha fatídica del incendio en Moria está el coruñés Pablo Fernández, que lleva casi cinco años ofreciendo apoyo humanitario en Grecia con la ONG Remar.

"En toda esta tragedia la única buena noticia es que esto se ha llenado de voluntarios. Con el coronavirus apenas había y nadie viajaba hasta aquí, porque cuando Lesbos deja de ser noticia la gente se olvida y es difícil que venga ayuda. Ahora llegan los aviones llenos con periodistas y cooperantes de ONG o por libre que se acoplan a diferentes asociaciones", cuenta Fernández entre dos turnos de distribución de alimentos.

Esa es su función desde el día siguiente al incendio -no el primero pero sí el más destructivo- que vació Moria y dejó sin refugio a las 13.000 personas que se agolpaban en unos antiguos terrenos militares a las afueras de la localidad, convertidos en 2013 en campamento para quien huye de su país y busca un díficil futuro mejor. Su capacidad para 2.500 refugiados se quedó escasa hace tiempo y la vida entre sus muros es un continuo caos de pobreza, miedo y violencia.

"El campamento de Moria ya no existe, necesitará meses para quedar limpio, y ahora la comida se reparte en el provisional, donde se está trabajando para convertirlo seguramente en nuevo campamento, y en las calles y carreteras que hay antes de las barreras para acceder a Mitilini. Ahí estoy yo estos días, ayudando en la organización del reparto, que es un caos porque hay más de 10.000 personas en filas o grupos por la carretera", explica el voluntario coruñés.

Los cinco años de experiencia en Grecia han vacunado en cierta medida a Pablo Fernández contra situaciones de extrema emergencia y sufrimientos humanos, pero el dolor, la angustia y el miedo son sensaciones que difícilmente se dejan atrás cuando miles de personas sin patria sobreviven como pueden en las peores condiciones en campos de refugiados como el de Moria, donde el coruñés ha cooperado más de una vez. "En Moria quien estaba medianamente bien se instalaba en contenedores con su familia, pero los demás estaban en pequeñas tiendas, o en el suelo sien tiendas, o entre arbustos. No había visto nada como ahora tras el incendio, nada ha quedado en pie, todo es ceniza. Yo voy superando el miedo, pero notas que muchos voluntarios están intranquilos, tensos, y se sienten inseguros", dice.

A esa tensión contribuye el clima de rechazo que muchos griegos manifiestan por la situación de los refugiados, un choque que paradógicamente une a unos y otros pese a estar en extremos opuestos de un conflicto humanitario de muy compleja solución: "Estos días han llegado griegos radicales contrarios a los campamentos y ha crecido la tensión. Los refugiados se quejan porque no quieren seguir en Moria ni en Lesbos y los griegos se quejan porque no quieren a los refugiados en la isla. Con opiniones distintas, unos y otros están de acuerdo en algo por primera vez".

Cinco años en Grecia

Pablo Fernández lleva mucho tiempo sin pisar A Coruña ni regresar a España. Con la ONG Remar ha trabajado en un centro de rehabilitación de toxicómanos en Bari (Italia) y ha alternado labores de ayuda entre los campamentos de Moria en Lesbos y Malakasa a 40 kilómetros de Atenas -además de en otros enclaves- por la crisis de los refugiados.

Contaba a este periódico hace cinco meses que él y su mujer llegaron al país en 2015 con planes para estar un par de semanas, pero los conflictos se agravaron y les impactó tanto la situación que se encontraron que desde entonces siguen en Grecia. En Malakasa repartía ropa y calzado entre unos 1.700 refugiados y gestionaba una lavandería y un comedor social. En Lesbos ahora participa en la distribución de comida, él en las carreteras y su esposa en el campamento provisional que se ha levantado tras el incendio del de Moria.