Celestino Vieitez, en una exposición sobre el ‘Santa Isabel’. | // I. ABELLA

Dice el periodista Celestino Vieitez que, al hablar de la historia del vapor Santa Isabel, siente auténtica pasión. Lleva “más de treinta años” investigando este naufragio y ha concluido que, todos y cada uno de nosotros tenemos un trocito de esta triste historia en casa, aunque no lo sepamos. A él le pasó lo mismo, de pequeño, iba a pescar al lugar en el que estuvo el pecio del vapor de emigrantes que tal día como hoy, hace cien años, naufragó en la isla de Sálvora, y no fue hasta que pasó de la treintena cuando se enteró de que aquellas fanecas que pescaba tenían mucha historia que contar, la de la tragedia del naufragio del Santa Isabel, cuando hacía su viaje de vuelta a Cádiz, donde sus pasajeros esperaban tomar el buque Reina Victoria Eugenia, que los llevaría a América.

Al Santa Isabel se le llamó el Titanic gallego, por la magnitud de su desgracia y es que, en esa noche de niebla y temporal, fallecieron 213 personas y solo se consiguieron salvar 53, las que se subieron al bote número 8 de rescate, entre olas de cinco y siete metros y los cadáveres de los que habían sido sus compañeros de viaje. Explica Vieitez que, ni siquiera cerrando los ojos, podemos hacernos una idea de lo que pudo ser aquello, un ir y venir de cuerpos a tan solo 150 metros de la costa, con la salvación a solo un paso y, a la vez, tan lejos, tanto, que 213 personas no pudieron alcanzarla.

El Santa Isabel era un mundo en sí mismo. En el barco viajaba el hombre más rico de Uruguay, Ramón Larghero, con una valiosísima colección de monedas que, “oficialmente”, según explica Vieitez, nunca apareció, como tampoco lo hizo la caja fuerte del barco, en la que se decía que había un millón de pesetas, la sexta parte de lo que había costado construir el barco.

El periodista Celestino Vieitez hace hincapié en la palabra “oficialmente” cuando habla de este naufragio porque hay todavía muchas incógnitas y muchas medias verdades en esta historia. Hay una parte que no entraña dificultad, que es la de saber quién era quién en el barco. “Era una emigración ordenada, así que, a las 48 horas del hundimiento, la prensa española tenía el listado de los fallecidos y de los que se habían salvado”, comenta.

Para Vieitez, hay varios hechos que marcan el destino del Santa Isabel; uno de ellos es que no estaba cubriendo la ruta para la que había sido creado, con su gemelo, el San Carlos, que era llevar emigrantes de Barcelona a Cádiz y de ahí, a la Guinea española. En sus últimos viajes, hacía el recorrido del norte. Salía de San Sebastián, paraba en Bilbao, Gijón, A Coruña, Vilagarcía, Vigo y ponía rumbo a Cádiz.

Hace cien años, el Santa Isabel llegó a A Coruña sobre las diez de la mañana, tenía prevista su salida a las cuatro de la tarde, pero, según relata Vieitez, como había “muy poco pasaje”, decidió partir a Vilagarcía unas horas antes, en la que sería su última singladura. “En A Coruña recogió solo un altar que iba para Guinea, nada más”. Y ahí, según comenta Vieitez, se produjo un incidente que “tuvo repercusiones en el hundimiento”. Se refiere al enfrentamiento que mantuvieron los capitanes del Santa Isabel y del Cabo Triana, ya que el carguero le tuvo que ceder el paso al vapor en el puerto, cuando ambos buques iban hacia Vilagarcía. “Parar máquinas entonces no era igual que ahora. Había que expulsar todo el vapor, dejar que el barco se fuese parando lentamente y, después, una vez que pasase el Santa Isabel, volvían a cargar de carbón y a conseguir vapor, una operación que llevaba mucho tiempo”, relata Vieitez. Lo que podría quedarse como una anécdota más de dos capitanes que se enfadan o de una pérdida de tiempo en ruta, fue algo mucho peor y es que, cuando el Santa Isabel se estaba hundiendo, el Cabo Triana pasó por la zona, pero no le prestó auxilio. Vieitez explica que, por estos hechos, el capitán fue detenido pero alegó que, si bien había visto chispazos en un barco antiguo semihundido, pensaba que eran buzos trabajando. “Esto fue sobre las tres de la madrugada y el Santa Isabel chocó contra las rocas a las dos menos diez, lo que parece extraño es que estuviesen trabajando un día de temporal y de noche”, relata Vieitez. A pesar de lo inverosímil del argumento, el caso contra el capitán del carguero fue sobreseído.

A partir del estreno de la película La isla de las mentiras, de la directora Paula Cons, el año pasado, empezaron a sonar las historias de las heroínas de Sálvora y de su hazaña. Y es que, justo en el momento en el que se hundió el Santa Isabel, solo había en la isla “mujeres, niños y mayores”, porque los hombres se habían ido a festejar la llegada del nuevo año. “Decimos las mujeres de Sálvora, pero eran unas chicas, una solo tenía catorce años,”, comenta Vieitez, que asegura que aquí también hay incógnitas, ya que la versión del oficial de Marina difiere de lo publicado en prensa.

Para Vieitez, el gran héroe de la historia es el segundo oficial de a bordo de aquella jornada, que fue el que consiguió poner a salvo a los 53 tripulantes, haciéndoles salir de sus camarotes y llevándolos al castillo de proa. “Estaban ateridos, en paños menores, y los mantiene allí durante cuatro o cinco horas, con las olas pasando por encima del buque, que amenazaba con partirse en dos, a oscuras y viendo pasar cadáveres por delante”, relata. Sobre las siete y media de la mañana, los subió al único bote que se había salvado. Y es que, según cuenta Vieitez, de la tragedia del Titanic se aprendió mucho, y el Santa Isabel tenía ya material de salvamento para todos los pasajeros. Tenía, incluso, un bote motorizado para tirar de todos los demás, pero se perdió, de modo que solo tenían dos remos para escapar.

El mar, tal y como les había castigado hasta entonces, les ayudó con su fiereza, al levantar de sus calzos el bote y ponerlo en el mar, entonces, empezó su otra odisea, la de pisar tierra firme y ponerse a salvo.

Hay historias terribles, según explica Vieitez, como la de una madre que viajaba con sus cinco hijos y, al ver que las olas se llevaban a tres de sus hijos, uno por uno, decidió no esperar más y se tiró al mar abrazada a los dos pequeños que le quedaban. A los días, apareció su cadáver junto al de sus niños. O el del matrimonio formado por Pedro Paz Míguez y Juana Bustos que, si bien lograron salvar la vida al no nadar hacia la costa sino mar adentro, casi se matan entre ellos cuando, tras tres o cuatro horas a la deriva y con mucha sed vieron cómo una naranja pasaba por su lado. Pelearon por ella hasta casi irse al fondo, al final, ganó ella. Las historias del Santa Isabel no se acaban y, si bien, se habla de los músicos del Titanic, que no dejaron de tocar durante el hundimiento, un vecino de Lugo, en pleno naufragio sacó un momento para robarle al capitán el reloj y la cartera con 300 pesetas.

Y es que, en el Santa Isabel, había pasajeros de todo tipo, pocos de primera y segunda clase y la mayoría de tercera, aunque eso, advierte Vieitez, no debe llevar a engaño, ya que las personas que podían emigrar eran aquellas que, o contaban con dinero para pagar el pasaje, o con bienes para poder empeñarlos. Eran emigrantes procedentes de 27 provincias españolas, de todo oficio y linaje. Cada uno con su historia, aunque 213 no vivieron para contarla.

¿Y qué fue de los supervivientes?

Si bien hubo un divorcio entre la prensa y las mujeres de Sálvora, porque su historia fue utilizada. “Se las comparaba con Rosalía de Castro y con Emilia Pardo Bazán, se hablaba de las mujeres de raza gallega...”, relata el periodista Celestino Vieitez, pero el interés que suscitó su historia no las apartó del mar ni de ayudar a otros que, como los pasajeros del Santa Isabel, se encontraban en peligro. “Solo un año después, participaron en el naufragio del Cataluña; seis años más tarde, intervienen en el rescate del pesquero Amancio, en el que fallecieron también muchas personas. Eran unas mujeres hechas y derechas para el salvamento marítimo”, resume Vieitez. Aquella noche, la vida de 213 personas se truncó para siempre, también la de los 53 supervivientes no fue la misma, aunque, según explica Vieitez, la mayoría de los pasajeros del Santa Isabel no cejaron en su empeño de emigrar y muchos de ellos consiguieron llegar a América, como habían planeado. ¿Y el barco? Fue desguazado en los años treinta, y, plancha a plancha, lo llevaron a una fundición en Carril, en la que se fabricaron sartenes y ollas, que acabaron en las cocinas de Galicia. Es por ello por lo que Vieitez defiende que un trocito del Santa Isabel está o, al menos estuvo, en nuestras vidas, aunque no lo hayamos visto.