Nací y me crié en la avenida de Gran Canaria, donde viví con mis padres, Manolo y Dolores, naturales de Ponteceso y Malpica, quienes se dedicaban a trabajar el campo y que con sus ahorros decidieron abrir en la ciudad una pequeña tienda de ultramarinos en el bajo de la casa en la que vivíamos. Al establecimiento le dieron el nombre de Casa Novo y más tarde se convirtió en un café bar que pasé a llevar yo cuando mi madre se jubiló, aunque ahora como vinoteca y acompañado por mi mujer, María del Carmen Haz Méndez, y uno de nuestros hijos.

Mi primer colegio fue la Normal, la de prácticas de la Escuela de Magisterio, donde estuve hasta los seis años, del que pasé al de don Bernardino, que estaba situado al lado de la Escuela de Náutica, y en el que estudié hasta mi entrada en el instituto Masculino, en el que terminé el bachillerato superior.

Hice la mili en el Hospital Militar y al acabarla me puse a trabajar con mis padres en el bar durante dos años, ya que en ese momento me fui a Santiago a trabajar de chófer en la empresa Gami llevando empleados y todo tipo de materiales. Al enfermar mi padre tuve que volver a la ciudad para llevar el bar con mi madre y decidí dedicarme por completo a la hostelería.

Mi pandilla de los años de juventud estuvo formada por Jorge, Paquito, Armas, Manuel Ángel y José Antonio, con quienes jugaba en la calle Argentina, que estaba sin asfaltar, así como en la zona del colegio Calvo Sotelo, que entonces eran campos en los que organizábamos partidos del equipo de nuestra calle, el Ciudad Escolar, contra los de Santa Margarita y la calle de la Torre. También íbamos al cine del colegio Calvo Sotelo, aunque para hacerlo había que ir antes a misa, donde el cura nos cuñaba el pase para entrar gratis. Salvo en Semana Santa, que echaban películas religiosas, el resto de los domingos nos ponían de indios y vaqueros, y cuando la caballería atacaba al toque de la trompeta, todos los chavales nos poníamos a patear el suelo y a animar al protagonista, lo que enfadaba mucho al cura, que también ponía la mano delante del proyector cuando salía algún beso.

Manuel, primero por la derecha, con sus amigos de la calle Perú. | / L. O.

En la pared del instituto Masculino jugábamos al frontón y en la cuesta de la calle Archer Milton Huntington hacíamos carreras de carritos de madera, mientras que en San Juan hacíamos grandes hogueras, la última de las cuales la montamos en 1970. Nuestras playas preferidas fueron las del Orzán y Riazor. En esa última la mayoría de los chavales aprendieron a nadar en la llamada roca del Cagallón, situada al final del arenal y que estaba llena de gente cuando la marea estaba baja.

A los catorce años entré en el equipo del Batallador, en el que jugué tres años, tras lo que pasé al Sin Querer hasta que hice la mili. También jugué al hockey sala, sin patines, en el equipo del Aguia, que tenía su sede en Peruleiro, aunque lo dejé al no poder compatibilizarlo con el fútbol.

Testimonio recogido por Luis Longueira