En el mercadillo de A Sardiñeira, cada día es una eternidad. Sin ayudas y sin alternativas de ningún tipo, los vendedores asisten, desde hace casi un año, al descalabro del sector. “Los que vivían bien del mercado el año pasado ahora están empobrecidos”, asegura uno de los ambulantes, de apelativo Pastor. Pese a que pudieron aprovechar los meses estivales para recuperarse de la debacle de marzo y abril, la cuesta de enero se ha alargado en la cita de los martes y sábados de una forma especialmente cruda tras el impacto de los contagios y las restricciones. “Estamos cada día peor, no se vende nada. La gente no tiene dinero, y tiene mucho miedo al virus”, afirma.

Tras sus puestos de ropa, juguetes, alimentos, bolsos y otros enseres han ido observando cómo su situación económica iba empeorando en paralelo a la de sus clientes habituales. Los que antes compraban prendas nuevas, ahora se llevan lo usado, lo que más se vende. “Lo nuevo no lo compran. Ahí, en ese puesto, venden dos piezas a cinco euros. Y ni así”, lamenta Pastor, señalando un tenderete con ropa de mujer, que aglutina a su alrededor a muchos menos curiosos de los que solían llenar el mercado en tiempos prepandémicos.

Los desplazamientos tampoco son una opción. Entre idas y vueltas, sin asegurarse unos ingresos en los lugares a los que se trasladan, corren el riesgo de terminar la jornada en números rojos. “No te dejan moverte, y si lo haces, al final son 20 euros de gasoil ida y 20 vuelta, está todo cerrado, no hay nadie por las calles y tampoco tienes donde comer”, dicen.

Piden, sobre todo, opciones para ellos. “De buena gana dejábamos esto, pero tampoco hay trabajo”. Pastor se encoge de hombros. A su lado, otro de sus compañeros protesta. “Si aún no tuviéramos que pagar los recibos del Ayuntamiento... hay meses que no podemos. No hay ni una rebaja. Esto afecta a la gente millonaria, cómo no nos va a afectar a nosotros”, denuncia. Son, en su mayoría, familias numerosas con niños, para quienes la tarea de alimentar a sus hijos se ha tornado, en los últimos meses, en una empresa complicada. “En casa somos 20 entre hijos, nueras y nietos. Para comer hacemos una olla para todos, como en los tiempos de Franco”, ejemplifica Pastor. No es, sin embargo, el peor momento que han vivido a lo largo de estos meses de crisis sanitaria: en el confinamiento de marzo y abril, recuerdan, el panorama para ellos, encerrados en casa, sin ayudas del Estado o subsidios por cese de actividad, era todavía más complicado. Solo la solidaridad de los vecinos contribuyó a hacer la situación más llevadera.

“Había algún vecino que se compadecía y nos traía comida, algún saco de patatas... con la asistenta social no podías contar porque te decía que no trabajaba. Fui a los servicios sociales y me dieron unas sopas y unos cartones de leche. Con eso no se alimenta a siete nietos”, denuncia Pastor, que escenifica, como padre de tres jóvenes en paro, el hartazgo de una juventud sin expectativas para la que no abundan las oportunidades. “Veo a los chavales en el telediario, manifestándose por el rapero Hasél. Yo creo que ya no es por eso, es que los jóvenes están hartos de la situación”, reflexiona. De las ayudas oficiales tampoco pueden esperar demasiado: o nunca llegan, o no son suficientes. De los muchos que tramitaron, ya en abril, el Ingreso Mínimo Vital, solo conocen a una vecina a la que le haya llegado, y, aún así, la cuantía recibida fue mucho menor de lo esperado. “A una que conocemos le llegaron 300 euros. ¿Qué son 300 euros para cuatro hijos?”, se pregunta.