Nací en el barrio de A Silva, donde viví con mis padres, Emilio y Dolores, y mi hermano Javier. Los mejores años de mi vida transcurrieron en esa zona, que entonces era una aldea con una carretera por la que apenas pasaba tráfico. Mi primer colegio fue el de O Ventorrillo, en el que estuve hasta que entré en el instituto del Agra do Orzán para hacer el bachillerato.

Como no quise seguir trabajando, mis padres me pusieron a trabajar en la tienda de Deportes Otero, donde también lo hacía mi madre, aunque yo fui al local que había abierto en Rubine, donde entré como chico de los recados. Estuve treinta años trabajando allí, hasta que pasé al taller de soldadura y montajes deportivos que también tenía Otero, donde permanecía hasta los años ochenta, cuando con mi hermano abrí mi propio negocio de carpintería de aluminio, en el que ambos trabajamos hasta nuestra jubilación.

Emilio, segundo por la derecha agachado, con el equipo del Mesoiro La Opinión

Mis mejores amigos de la infancia fueron José Manuel Gantes, Francisco Barbeito, Manuel López, Moncho Ferreiro, Mundo y Geluco, con quienes disfruté de los juegos de aquella época y de todas las vivencias que marcaron nuestros recuerdos de esos años. Jugábamos en plena calle o en los campos de los alrededores, ya que cualquier lugar nos valía y, como tener un juguete era todo un lujo, hacíamos trastadas de todo tipo, como ir a coger fruta a las fincas, cazar lagartos y ranas y recoger los cartuchos de las prácticas de tiro de los soldados en el monte del Rancheiro para luego llevarlos a vender a la ferranchina y repartir el dinero entre toda la pandilla para comprar chucherías o cambiar tebeos.

El autor, primero por la izquierda de pie, con su padre y varios familiares

Algunas veces nos íbamos hasta Pastoriza y para volver nos enganchábamos en un camión, mientras que los domingos solíamos ir a cines como el Finisterre, Doré, Monelos, España y Hércules. Recuerdo que en el primero de ellos el acomodador, Arturo, tenía fichada a toda mi pandilla, al igual que Rafael, el del Rex, y que en el Monelos y el Hércules antes de que entrara el público los acomodadores pulverizaban las butacas con el insecticida ZZ, que dejaba muy mal olor.

También solíamos bajar al centro para alquilar bicicletas o pasear, aunque también nos enganchábamos en el tranvía de Riazor o en los trolebuses. En verano nos íbamos a las playas de Riazor y el Orzán o alquilábamos una lancha en la Dársena al señor al que apodaban Onassis y nos íbamos hasta el castillo de San Antón. El alquiler era por horas y, como casi siempre nos pasábamos del tiempo, para evitar pagar más dejábamos la lancha en la playa de O Parrote.

Tengo un gran recuerdo de lo bien que lo pasábamos en las calles de la Estrella, Olmos, Galera y Franja, así como de en la Bolera Americana, la sala recreativa El Cerebro y la Hércules, esta última en la calle Teresa Herrera y que fue montada por el futbolista Manolete.

Como me gustaba mucho jugar al fútbol, entré en el equipo San Antonio, de O Ventorrillo, en el que estuve tres años, para luego pasar al Mesoiro, en el que jugué otras tres temporadas. Luego fiché por el Silva cuando estaba Aneiros de entrenador y más tarde por el Orzán. También jugué en el Larín con Marculeta de entrenador, y en el Montrove y el Atlético Arteixo. Estando en ese último equipo me llamaron del Deportivo para hacer una prueba cuando estaba Rodrigo de entrenador, por lo que jugué varios partidos amistosos, aunque finalmente fiché por Boimorto en Preferente, donde tuve como entrenador a Maristany, que había jugado en el Deportivo y el Barcelona. Jugué al fútbol hasta los cuarenta y siete años en equipos de veteranos con Manolete y Sertucha con el equipo Peña Cervera, además de en el Pastoriza y en el Torre.

Me casé con Conchita, a quien conocí en una fiesta en Feáns, y tengo con ella dos hijos, uno de los cuales nos dio un nieto, Xoel, que nos ayuda a pasar felizmente nuestros años de jubilación. Sigo reuniéndome con mis viejos amigos de la pandilla y con los muchos otros que hice durante mi etapa de jugador de fútbol.

Testimonio recogido por Luis Longueira