El violinista Aaron Lee, nacido en España pero de ascendencia surcoreana, se enfrentó al rechazo de su familia debido a su homosexualidad. Sus padres llegaron, incluso, a recluirlo en un sanatorio isleño de Corea para revertir sus tendencias. Durante la pandemia escribió su autobiografía, Yo soy el que soy, y la desarrolló en un espectáculo del mismo nombre que combina teatro y música. Lo presenta hoy a las 20.00 horas en el Teatro Colón, como parte del festival Corufest.

¿Por qué se decidió a escribir un libro con su historia?

Tenía en mente la idea desde hace muchos años, pero otra cosa es desarrollarlo. Es una cuestión de energía y tiempo, y también de exposición pública. Suponía vulnerabilidad, prácticamente, desnudarse ante el mundo. Pero los hechos que relato ocurrieron entre los años 2005 y 2010. He tenido un tiempo de maduración para digerirlo, para mostrarlo sin sentir vergüenza ni complejos. Siendo consciente de que esto es un tema de actualidad y puede ayudar a muchas personas.

¿Cómo era su familia y el ambiente en el que se crió?

Mis padres llegaron a España para perfeccionar sus estudios musicales. Son pianistas, y mi padre director de orquesta. Iban a quedarse solo unos años y volver a Corea, pero llegamos yo y mi hermano y decidieron hacer la vida aquí. Me crié en Barcelona, y fue una infancia de lo más corriente. Mi familia era humilde, pero lo recuerdo como una etapa muy feliz. Todo cambió con 17 años recién cumplidos, cuando mis padres descubren por accidente mi homosexualidad, y ahí se transformó radicalmente el ambiente familiar. Tuve que pasar por diversas terapias de conversión, a través de un médico, o, lo que más ha llamado la atención, en una isla entre Corea y Japón, con el fin de intentar curarme.

¿Qué llevaba a sus padres a no aceptar su homosexualidad? ¿Era un tema cultural o religioso?

Había una mezcla. El principal motivo era el religioso, pero hay que tener en cuenta que hay personas religiosas que aceptan. Ahí entra el factor cultural. Mis padres se vinieron a España a finales de los años 80, y se trajeron la mentalidad social de aquella época, muy diferente a lo que es la Corea actual.

¿Por la dictadura militar?

Ya había terminado, pero mis padres son niños de posguerra [del conflicto de los años 50. Corea del Norte sigue siendo una dictadura comunista, mientras que en Corea del Sur hay elecciones libres desde 1987]. Vivieron la transformación de un país prácticamente destruido a la Corea moderna. Si mezclamos esa mentalidad dura, rígida, férrea, con la religión... La religión protestante en Corea está muy mezclada con los valores que había antes de que llegasen los misioneros. Con el confucianismo, la rigidez y la jerarquización. Fue un cóctel explosivo. La idea del primogénito, la estirpe, el apellido. En España también ocurría, hasta hace no tanto, pero hoy en día nadie monta un drama porque el apellido se acabe (ríe). Mis padres estallaron de una manera que ni siquiera yo me esperaba.

¿Cómo lo vivió usted?

Acepté mi propia orientación pocos meses antes de que lo supieran y fue una pena que apenas pudiese disfrutarlo con libertad. Me costó muchísimo, porque era consciente de que no estaría bien visto, de que era pecado. Fue una lucha personal, ardua, muy larga, en la que yo mismo pensaba que debía cambiar, sobre todo por el coste emocional y familiar que tendría. No fue nada fácil.

¿Cómo llegó a la terapia?

Primero pasamos por un médico. En el verano de 2005 fue un año histórico en el que se aprobó la ley del matrimonio igualitario en este país. Pocos días antes de la aprobación acabé el Bachillerato y las clases del conservatorio. Me animaron a cambiar un poco de aires e ir a Corea para recibir unas clases magistrales. Ahí fue donde me vi encerrado, con engaño, en esta isla.

¿Cómo salió de allí?

Tuve que pasar un poco por el aro, diciendo que había cambiado. Fue un proceso largo, de todo aquel verano, y aún así, el vivir un segundo armario fue una época de mucho dolor para mí. Sentía que me había traicionado, y tuve que vivir de nuevo en las sombras, otra vida. Hasta que me redescubrieron, años después, y me echaron de casa. Allí es donde empieza la aventura, la maratón de buscar mi propia identidad, mi propio lugar en el mundo. Por eso el título del libro y de la obra es Yo soy el que soy.

Y es una referencia bíblica.

Sí, de cuando Dios se le presenta a Moisés. Pero también una forma de decir quién soy yo. Creo que no nos hacemos esa pregunta hasta que ya es muy tarde. Qué función cumplo, quién quiero ser en el mundo. Es el viaje, la aventura, de todos los procesos que he tenido que vivir.

¿Esa respuesta pasa por el violín?

La música siempre ha estado a mi lado, incluso cuando me he alejado de ella. Siempre estuvo ahí como un salvavidas, o un amigo que me acompañaba en silencio, sin reprocharme nada. Más que salvarme, fue lo que me permitió mantener la cordura de soportar lo más duro: la soledad, sentir que no podía pedir ayuda a nadie, que tenía que afrontar esto yo solo. Con la música sentía menos soledad.

¿Las composiciones musicales del espectáculo son originales?

Hay un poco de todo. Hay arreglos, hay adaptaciones, hay piezas originales. Es la música que aparece en cada capítulo del libro, la música que me acompañó y fue importante durante esa época. En vez de poner capítulo uno, pongo el título de una obra, para que el lector pueda adentrarse y que sea una experiencia mucho más inmersiva. Poder sentirlo más allá de leerlo.

La obra tiene una narradora, la actriz y cantante Verónica Ronda.

Es una cuestión práctica. Esto era al principio una performance para acompañar la presentación del libro, y no es tan fácil interrumpir la música para leer los textos, luego volver a tocar, y así sucesivamente. Cuando lo planteamos como obra de teatro, Verónica, una actriz estupenda, le dio ese punto de universalidad, al ser una voz femenina. No es solo una historia LGTB, no es solo la historia de un adolescente gay, sino que va sobre las libertades y la discriminación. Todo el mundo, alguna vez, ha podido vivirlo en sus propias carnes, y creo que por eso debemos abrirlo. Se puede representar con un chico, una mujer, un hombre trans... No tiene por qué ser un chico adolescente oriental.

¿Qué diría usted que ha aprendido de toda esta experiencia?

El primer sentimiento que quiero transmitir es el de la resilicencia. Seguir nadando sin dejarse hundir. Hay una frase que me marcó, de Peter Frankl: el sufrimiento en sí no hace madurar al hombre, es el hombre el que da sentido al sufrimiento. Eso me cambió la forma de vivir y enfrentarme al dolor. Además de a los jóvenes que sufran bullying, es una invitación a la reflexión, a los líderes políticos, profesores, familiares que puedan convivir con personas que estén sufriendo algún tipo de acoso o discriminación. Para hacer reflexionar sobre qué papel no deben seguir, o qué pueden hacer.