Ibrahima y Magatte interpusieron sus cuerpos entre Samuel y la barbarie la fatídica madrugada del 3 de julio, cuando el joven perdió la vida tras una brutal paliza que le propinó un grupo de desconocidos a la salida de una discoteca. La intervención de estos dos hombres senegaleses no evitó el fatal desenlace, pero su gesto heroico no pasó desapercibido. Las cámaras de seguridad delataron, días más tarde, que ninguna de las personas presentes en la concurrida salida de la discoteca El Andén intervino para frenar la agresión. Quien sí lo hizo tenía, sin embargo, mucho más que perder que cualquiera de ellas. Aquella noche, Ibrahima y Magatte no solo se expusieron a la violencia de los golpes de los agresores, sino a un posible encontronazo con la policía que delatase su situación irregular y les dejase vulnerables, también, ante el sistema.

Las amigas de Samuel abrazan a Ibrahima, uno de los dos ciudadanos senegaleses que trató de ayudar al joven. | // JEFFERTON FERREIRA

El Gobierno ha resuelto, en gracia por el valiente acto, otorgarles a ambos los permisos de residencia y trabajo, tal y como demandaron las amigas del joven Samuel con el respaldo de la sociedad, conmovida por el crimen y la intervención de los dos migrantes. Una buena nueva que ha suscitado reacciones encontradas, y no precisamente desde posturas contrarias: pese a que organizaciones de lucha contra el racismo y de asistencia a las personas migrantes de la ciudad celebraron el dictamen, juzgan que el hecho de acelerar los trámites de las personas migrantes, solo tras verse implicadas en este tipo de actos heroicos, manda un mensaje que puede ser pernicioso para todos aquellos que todavía aguardan, tras muchos años en el país, a convertirse en ciudadanos de pleno derecho.

Un joven vende bolsos en la Calle Real. | // VÍCTOR ECHAVE

No existe a día de hoy en Galicia un registro de personas en situación irregular, pero la cifra puede obtenerse a partir de las atenciones que realiza el Servizo Galego de Saúde: según datos de la Consellería de Sanidade, a día de hoy permanecen en la comunidad más de 12.000 personas sin papeles. Ibrahima y Magatte son solo dos de ellas.

Algunos pasan hasta quince años desde su llegada hasta que hallan, por fin, su situación regularizada. La culpable: una ley de extranjería que los colectivos que trabajan con personas migrantes tildan de demasiado intransigente y cuyos férreos requisitos empujan a las personas en situación irregular a la economía sumergida. El caso de Ibrahima y Magatte, muy celebrado por justo y bienvenido, ha reabierto un debate en torno a la derogación o modificación de esta ley, que las agrupaciones y organizaciones piden desde hace años.

“La Ley de Extranjería tiene un artículo que permite dar un permiso de residencia por colaboración con las autoridades o interés público. Imagino que se la concederán por este requisito. Todos los colectivos que trabajamos en el campo de la migración exigimos un cambio en esta ley desde hace años”, asegura Elena Maison, abogada de la asociación Ecos do Sur. Ibrahima y Magatte no serán los primeros en optar a papeles por esta vía, pues existe un precedente de un ciudadano extranjero al que le fue concedido el permiso de residencia primero, y la nacionalidad, vía carta de naturaleza, después, tras haber salvado de un incendio a una persona con movilidad reducida.

El camino suele ser mucho más largo y plagado de obstáculos. La traba principal es demostrar lo que se conoce como arraigo: para optar a estos permisos, las personas en situación irregular deben acreditar, al menos, tres años de permanencia en el país, presentar una oferta de trabajo de al menos un año de duración a jornada completa y un certificado de antecedentes penales en el país de origen. La oferta de trabajo está condicionada, además, a que Extranjería formalice su autorización, con lo que la empresa interesada en contratar a la persona migrante debe estar dispuesta, además, a esperar con la vacante los muchos meses que puede tardar en resolverse este trámite.

En todos los casos, una persona tiene que estar al menos tres años en situación irregular para poder optar a un trabajo, aunque haya recibido ofertas previas. Si quieren montar sus propios negocios o empresas, lo mismo: tendrán que pasar los tres años previos y después presentar un plan de empresa avalado y sellado para poder emprender proyectos como autónomos.

“La empresa no puede contratar hasta que se resuelva el permiso. En A Coruña hemos tenido casos de arraigos que han tardado siete u ocho meses en resolverse”, resume la abogada. Para completar la documentación necesaria es preciso, además, presentar un informe elaborado por Servicios Sociales que acredite la inserción en sociedad del solicitante. “En este proceso, las personas podrían acceder a contratos temporales de dos o tres meses, igual que cualquier ciudadano, pero la ley no se lo permite. Eso les aboca a la economía sumergida”, argumenta la abogada.

La ley no contempla un plan alternativo que garantice la subsistencia de estas personas durante los tres años en los que no pueden acceder legalmente al mercado laboral. La venta ambulante o el trabajo doméstico, con ingresos percibidos en B, son, a veces, las únicas opciones posibles para este colectivo. “Empujas a la gente a aceptar unas condiciones lamentables y a este tipo de irregularidades”, aprecia Maison.

La pandemia ha recrudecido los ya de por sí complicados requisitos, pues los atascos burocráticos que ha ocasionado la crisis sanitaria, y la avalancha de peticiones administrativas en los países de destino y origen, provocan que llevar a término cualquier trámite se convierta en una auténtica carrera de obstáculos, caracterizada por las demoras de los procesos y la frustración de los implicados.

La mayoría acarrea, además, las consecuencias psicológicas de una larga travesía desde sus países de origen, tras la que se encuentran, a su llegada, con un panorama muy alejado de la prosperidad esperada. “A los que llegan en patera, una vez atraviesan el estrecho se les requisa todo. La mayoría de ellos vienen indocumentados, porque no quieren que se identifiquen sus países de origen. Se les registra con un número y se les envía a los centros de acogida o a los campos. Si consiguen salir de ahí y atravesar la península, tienen otro maratón”, explica el mediador intercultural de Ecos do Sur, Djibril Faye, que asiste a los recién llegados en este proceso. Los migrantes se topan de bruces con la ley nada más llegar, unas dificultades que la crisis ha agudizado. “No saben que aquí, al llegar, tienes que estar ilegal tres años. Los españoles tienen dificultades económicas desde la crisis de 2007. Las cosas mejoraron a partir del 2016, pero ahora, con esta crisis, ha vuelto a empeorar. Ahora, que alguien tenga la confianza de hacerte un contrato es complicado, y todavía más si eres extranjero”, explica Faye, que documenta casos de ciudadanos llegados en 2006 que todavía no cuentan con la documentación en regla.

“Quiero que a mi hija no le falte de nada”

Mor Sokhna Kane y Fallou Fall, ciudadanos senegaleses afincados en A Coruña, son ejemplo de ello: llegados a España en 2006, tuvieron que esperar quince años para tener listos los ansiados papeles. El primero lo consiguió el pasado lunes. “En 2010 solicité los papeles. Me dijeron que no se podía. Es muy complicado”, asegura Mor Sokhna Kane. Mientras tanto, salió adelante gracias a la venta ambulante, ocupación que compaginó con los muchos cursos de formación que guarda en su haber. “Jardinería, albañil, hostelería... de todo”, dice, mientras muestra un carpeta en la que guarda certificados y diplomas. Desde que se hizo con los papeles, solo tiene un objetivo: encontrar trabajo, preferiblemente como jardinero.

Un propósito que también persigue su compatriota Fallou Fall. En su caso, su aspiración sirve a un bien mayor. Asegurar un futuro para su hija, de tan solo un año, para que no tenga que recorrer un camino tan duro como el suyo, es su principal preocupación. “Quiero trabajar para que a mi hija no le falte un plato de comida ni un capricho, y si el día de mañana quiere ir a la universidad y ser abogada, poder pagárselo. Yo nunca tuve el cariño de mi padre, no recuerdo que me diese nunca un beso. Quiero ser distinto. Llegué a España y me cambió la mente, no quiero que mi hija pase por lo mismo que yo”, asegura, contundente, el joven.

En su memoria lleva grabado a fuego el día que arribó a las costas canarias con quince años, y se topó de repente con un grupo de chavales de su edad que iban a la escuela y jugaban al fútbol. A él, que llegó a España huyendo de la necesidad y la violencia sin saber siquiera escribir su nombre, no se le olvidará jamás esa imagen. “Ese día me lo pasé llorando”, recuerda. Estos quince años lo ha pasado, asegura, “peor que un pan dentro del horno”, pero ahora, con los papeles casi en regla, espera que las cosas comiencen a ir a mejor. Atrás quedan años y años luchando contra la burocracia de ambos continentes: cuando no faltaba un papel, el problema era un documento fuera de plazo. “En Senegal, para que te den un papel tienes que pagar una tasa y sobornar al trabajador. Cuando por fin te lo dan, aquí te dicen que estás fuera de plazo. Allí las cosas funcionan fatal. Tengo más de quince papeles en casa que no han llegado a tiempo. No culpo al Estado de España, el de allí no vale para nada”, señala.

Se muestra muy crítico con la concesión de ayudas por parte de las administraciones, que en ocasiones se otorgan, asegura, en base a criterios que no alcanza a comprender. “Muchas veces, se les dan ayudas sociales al que no las necesita, y la gente a la que sí le hacen falta se queda sin ellas. No comprendo por qué”, reflexiona. Por su parte, tiene claro lo primero que hará cuando haya recibido, por fin, su documentación en regla: “Al día siguiente estaré buscando trabajo de lo que sea: para recoger patatas de Coristanco o para cortar árboles”, zanja.

La comunidad, el único sostén

Con las administraciones saturadas y la ley en contra, la única garantía de supervivencia de los migrantes recién llegados, sin nociones del idioma y a veces sin documentación ni pertenencias, se la da la comunidad que estos ciudadanos van creando, con el tiempo, en los países de destino. La comunidad senegalesa, muy arraigada en A Coruña desde hace años, es ejemplo de ello. “Los senegaleses suelen vivir en comunidad por el tema de los gastos, pero también por la familia. Es algo que les ayuda psicológicamente a sobrevivir”, explica Djibril Faye.

En estas redes de apoyo encuentran los recién llegados su mejor cobijo, pues en la mayoría de los casos, su comunidad de compatriotas les permite vivir en sus hogares sin contribuir económicamente en los meses de adaptación. Una fraternidad sin la que sus opciones de supervivencia se verían sustancialmente limitadas. “A partir de los tres meses suelen empezar a ayudar a pagar la comida, las facturas, participar en la comunidad”, explica el mediador. La venta ambulante se convierte, sobre todo en estos tres primeros años sin opciones, en el único recurso para salir adelante y llevar algo a la mesa común. “La mayoría de los chicos que venían de Senegal querían trabajar en el mar, pero sin papeles no puedes. Además, tienes que hacer una formación, que cuesta mínimo 800 euros”, explica Faye.

Él, en su figura de puente entre ambas culturas, es otra mano amiga en este proceso de adaptación tras la llegada, en la que impera el miedo, las inseguridades y, sobre todo, la incertidumbre. “Solo el venir de un país de 40 grados a uno de 5 es un cambio cultural, económico y psicológico. Necesitan referentes al principio, cuando les dicen que tienen que empadronarse y no saben lo que es. Tienen miedo de ir a las autoridades por si les deportan, al principio no quieren ni acercarse a la policía, algunos están escondidos durante mucho tiempo, hasta que tienen a alguien que les sirva de acompañante y les ayude a salir a a sociedad. Todo esto requiere un trabajo”, indica el mediador.