En sus inicios, en 1908, el Salón París ocupaba el solar en donde antes estaba la sastrería con el mismo nombre, cuyo propietario era el coruñés Eduardo Villar de Franco, que dedicó el edificio a espectáculos y variedades. Ya en 1911, quedó consagrado al cinematógrafo, con películas mudas hasta 1933, cuando incorpora los distintos aparatos para proyectar las primeras películas sonoras que se presentaron en A Coruña. Toda una modernidad que convirtió al cine en el más lujoso de la ciudad, continuando su actividad durante noventa años. Llegó a tener más de veinte trabajadores, entre técnicos de proyección, acomodadores, porteros, conserjes, taquilleras, limpiadores, ambigú, jefe de servicios y gerencia.

Antigua fachada del cine París. | // LA OPINIÓN

En este cine todos los empleados teníamos que estar impecables, vestidos con los uniformes correspondientes. No se podían tener las chaquetas desabrochadas, había que usar guantes blancos hasta para cortar las entradas cuando se accedía a la sala. Los hombres, perfectamente afeitados, como cine de lujo que era. Hasta los proyeccionistas no podían salir de la sala de máquinas sin llevar la chaqueta, si tenían que bajar a la sala de butacas para comprobar si estaba bien el sonido o la proyección. Si el encargado te cogía sin la chaqueta, te podía caer una buena bronca.

José Luis Díaz Seoane. | // LA OPINIÓN

Cuando llegaba la Semana Santa, en los años sesenta no había cine, y se aprovechaba para hacer la limpieza general de las máquinas y la cabina de proyección. El resto del personal se dedicaba a la limpieza en general. Recuerdo que cuando murió el Papa y el presidente Kennedy también estuvimos dos días sin cine.

A comienzos de los setenta, cuando llegaban las Navidades, en Fin de Año también había cine y en la última función, que acababa a la una de la madrugada, antes de que dieran las doce se paraba la proyección de la película con un descanso, en el cual se repartían las uvas y se esperaba a oír las campanadas con el altavoz del cine, que se conectaba a la emisora de Radio Nacional. Esta fiesta se repitió durante unos años.

Cuando se empezaron a proyectar películas autorizadas solo para mayores, el París ya lo llevaba la empresa Fraga, igual que los desaparecidos Ciudad, Equitativa, Rex, Goya y otros. Antes de que se proyectaran estas películas, tenía que ir temprano para que viniera el de la censura, que era un cura, y me mandaba cortar todos los besos y aquellas escenas subidas de tono.

Yo que empecé de aprendiz en el cine Rex, ya sabía lo que era eso y cuando ayudaba en la cabina no me dejaban ver la película. En esta etapa de aprendiz, con 14 años, tenía que bajar todos los días un rollo de película al Ciudad para que se viera la misma película en los dos cines, por lo cual cada cine empezaba con una hora de diferencia las funciones para que así diera tiempo a usar la misma bobina.

Cuando me pasaron al cine París como ayudante, ya pude descansar un poco, aunque al ser un cine de lujo había que cumplir las normas a rajatabla y una de ellas era que nadie podía tener bigote y cada dos días el inspector jefe nos pasaba revista, como en el Ejército. Si no te afeitabas o no hacías caso, te sancionaban con un día o dos de sueldo. Y si seguías en la misma, estabas en la calle. En los años setenta, la empresa Fraga puso inspectores para pasar revista a sus cines y ver si sus empleados y los propios cines cumplían las normas.

Otra veterana empleada, ya fallecida, la taquillera mayor María Raquel Seoane, recordaba en un reportaje que le hicieron hace muchos años que todo era muy estricto en el trabajo, donde ella se casó con otro empleado, Benjamín Martín.. Ella dice que como era muy joven, no le dejaban ver las películas autorizadas para mayores mientras estuviera en el trabajo, pero cuando no estaba el encargado, ella subía a la parte de arriba donde estaba el ambigú y, a través de las cortinas, veía algunas veces lo que podía. Las escenas que más le impactaron fueron de Duelo al sol, que entonces era muy escandalosa. Durante un tiempo, siempre recibía un ramo de flores, sin saber de quién era, y cuando iba al cine con sus padres antes del inicio y en el descanso de la película, ponían la música que le gustaba, como la canción Hola hola hola, no vengas sola. Al final se enteró de quién hacía todo eso, el jefe técnico, que le gustaba. Empezaron noviazgo y se casaron.

El cine París separaba las butacas 2 y 4 para el Gobernador Civil y las 1 y 3 para el Capitán General y para Carmen Polo cuando había estrenos especiales y acudían grandes autoridades. A Polo la acompañaba casi siempre Victoria Fernández España.

Testimonio recogido por Luis Longueira