Antonio Lucas (Madrid, 1975), periodista y poeta galardonado con varios premios, viajó hace tres años en un pesquero gallegos a los caladeros de Gran Sol. Recreó esa experiencia en su primera novela, Buena mar. La presentó ayer en la Fundación Seoane, en una conversación con Xurxo Souto y Javier Pintor.

¿Por qué hizo el viaje?

Fue una aventura muy accidental, que llegó de una manera bastante inesperada. Tengo ahora 45 años, y de adolescente leí Gran Sol, de Ignacio Aldecoa, que hizo el mismo viaje, aunque él salió desde Vizcaya y yo desde Irlanda. Me fascinó la aventura, y ahí quedó. Mucho tiempo después, estaba con un amigo gallego, el periodista Manuel Villanueva de Castro. Sabía que su padre era marinero, pero nunca me había contado, en muchos años de amistad, que su hermano Agustín, con 29 años, falleció en su primera marea el Gran Sol. Tuvo un naufragio en el Condesa de Pombal, entrando a puerto, cuando ya parecía que sorteaban un temporal terrible. Un golpe de mar los estrelló contra un roquedal, se abrió una vía de agua, y él, en vez de saltar a las balsas como otros marineros, se dio cuenta de que faltaba un amigo suyo y bajó a la panza del barco a buscarlo.

¿Los encontraron?

Los encontraron días después, ya ahogados. Después de tres licor cafés, me envalentoné y le dije a Manuel que iba a hacer el mismo viaje que su hermano. Él me quitaba la idea de la cabeza, pero siete meses después me embarqué. Fue una de las experiencias más poderosas, exigentes, fascinantes y a la vez más duras que he vivido, y eso que algunos viajes ya he hecho. En Gran Sol descubrí algo insólito para mí, que es ese quilate de pureza que tienen los hombres de la mar gallegos. Esa bondad sin orillas, esa humanidad, esa lealtad. Fueron mis padres, mis hermanos, mis amigos, mi balsa para volver a puerto sano y salvo. Hice seis reportajes para el periódico, para dar a conocer Gran Sol para gente que no sabe que es uno de los caladeros más peligrosos del mundo, pero me parecía que faltaba mucho más de lo que yo había contado en ellos.

¿Por qué un libro?

En el reportaje uno es un testigo, pero faltaba la parte más arterial, más emocional, que el periodismo no te permite. Tenía que hacerles a estos hombres, no sé si un homenaje, pero sí darles las gracias, y quería hacerlo con la literatura, contando algo que yo viví. Es una novela vivida de principio a fin. Utilizo a un personaje, Mauro, una persona que sale de Madrid con la vida un poco astillada, pero que en Gran Sol se da cuenta de que sus inconvenientes y problemas son una tontería en comparación con la vida de los marineros gallegos.

La novela quizás tiene algo de novela de iniciación: de llegar a un nuevo ambiente e integrarse en él.

Yo iba muy desconcertado. No sabía demasiado de Gran Sol, más allá de lo que leí. No quise hablar con mucha gente, aunque sí llamé a Manuel Rivas, que hizo este mismo viaje y un reportaje muy hermoso en los años 90. No sabía a qué me enfrentaba. La adaptación, más allá de lo físico, que es muy duro, y los primeros días son muy violentos, fue un privilegio que me dieron los once marineros, que me hicieron sentirme integrado. Hombres que ejercen el más invisible de los oficios legales, y que a mí me parece el más penoso: en un mar infame, que no concede segundas oportunidades, que permanentemente te hace sentir ajeno. Fueron ellos los que me hicieron entender, en esas horas inmensas del mar, cómo era su vida, y cómo yo formaba parte de ella en ese momento porque todos estábamos a lo mismo: en un espacio muy feroz, y con el propósito de volver enteros a tierra. En esos momentos donde la vida se desaclimata, se genera una fraternidad por la que les estoy agradecido.

Cada vez hay menos gallegos allí.

La vida en el mar es durísima. La gente pasa 300 días al año embarcados, en campañas de dos meses y medio o tres y una semana de descanso. Entiendo que no haya gente joven que quiera enrolarse. Hace unos años uno podía prever ganar dinero, ahora cuesta mucho más. Hay que recurrir a la inmigración, a aquellos que no tienen otra alternativa. En mi barco eran cinco gallegos y seis africanos, y los primeros decían que su obsesión era que sus hijos no se dedicasen a la mar. Son nietos, hijos de marineros, con hermanos y familia muertos en el mar que surcan, y no quieren eso para sus hijos. Yo lo entiendo. No sé cuál va a ser el futuro, pero sí sé que cada vez es más difícil encontrar tripulaciones enteramente gallegas. Es un oficio fatigoso, que no está bien reconocido.

En el libro pregunta por la relación con la mar de los marineros, y le responden que embarcan para ganar dinero.

Uno llega con una idea un poco literaturizada del mar. Uno ha leído tanto de él, a Conrad, a Melville, a Stevenson, a los grandes novelistas del mar, y llega con una idea épica y romántica. Y eso se deshace en dos minutos. El Atlántico Norte es un territorio que no acepta literatura, ni quiere poetas, ni quiere héroes impostados o imprevistos. De todos ellos hace lo mismo: hace un náufrago. Conozco el mar como tanta gente, desde la orilla, pero cuando uno se mete en esos territorios, absolutamente crueles, esa idea se evapora. Es mucho más importante la adaptación, arañar una hora de sueño, mantenerse en pie con cierta dignidad. Esa idea contemplativa, del mar que te sirve de pértiga para distanciarte de tu vida, se rompe. Todo lo que puedas decir de ese mar, el mar te lo arroja a la cara. Te exige estar alerta, el barco está lleno de peligros, estás siempre en esa lucha que sientes, un combate entre lo que le arrancas ese mar y lo que te concede a ti. La vida de los marineros de Gran Sol es aquello que el mar no les ha querido arrancar. Ahí se van las veleidades líricas.

¿Qué le ha enseñado la experiencia para la vida de tierra?

En Gran Sol no hay muchas veces cobertura, no hay Twitter, no hay Facebook, no hay Instagram, estas herramientas en las que todo el mundo pone sus cositas y se exhibe. Allí todo eso no importa, no pesa nada, no tiene ningún sentido. Hay marineros con redes sociales, pero se usan cuando se puede, no es el vicio que tenemos aquí. La experiencia ayuda a relativizar, a entender que muchas veces uno se adorna de mil quejas y problemas mínimos, y de ansiedades absurdas. Cuando sabemos que mientras estamos hablando están los compañeros ahí arriba, faenando, probablemente no en la mejor de las condiciones climáticas... Cuando piensas en eso, amortiguas mucho las bobadas de tierra. Las cosas serias siempre serán serias, en tierra, en mar, y donde sea. Pero los pequeños adornitos con los que uno se cubre al día, a mí me ayudaron a apaciguarlos. Yo pienso mucho en aquella expedición, no hay día en que no la recuerde y descubra algo que había traspapelado y aparece en la memoria: una pequeña frase de los marineros, una lección, unas risas, una forma de quitarle hierro a la dureza de la vida en la mar. Fue una lección importante que me sirvió para acondicionarme mejor a las cosas que importan, e intentar quitarme lastre idiota.

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