Entrevista | Gustavo Martín Garzo Escritor, presenta su novela ‘El árbol de los sueños’ en A Coruña
“Me parece terrible que se dejen de contar cuentos a los niños”
“Vivimos rodeados de información, todo son noticias y datos, pero pocas cosas se transforman en historias que se quedan en nuestra memoria”

El escritor vallisoletano Gustavo Martín Garzo. | // CARLOS PARDELLAS / Ana Carro
Gustavo Martín Garzo ha sido el primer invitado de la nueva edición de Encuentros con escritores, organizado por el Centro de Formación y Recursos de A Coruña. Una iniciativa para reflexionar, conversar, debatir y compartir. Siempre con la literatura como protagonista. Además de hacer un repaso a su trayectoria, el escritor vallisoletano ha revelado lo que esconde su último libro, El árbol de los sueños.
Con su obra hace un homenaje a Las mil y una noches, ¿cómo se origina?
Es un proyecto muy antiguo. Desde que tengo conciencia de escritor siempre me planteé la posibilidad de escribir un libro así, pero no me sentía con fuerzas. De pronto pensé que, si lo seguía demorando, ya no iba a tener tiempo de hacerlo. Me puse manos a la obra. Los libros no se hacen porque pienses que estás haciendo un homenaje o porque quieras reivindicar esa vieja magia que siempre ha existido en el arte de contar historias. Surgen de motivos más personales, más íntimos. Pero, a medida que lo vas escribiendo, y sobre todo cuando terminas el libro, te sorprende lo que has hecho y empiezas a relacionarlo con otros libros que conoces. En este caso, sí que es verdad que desde el primer momento quise escribir un libro parecido a Las mil y una noches. En este caso mi Sherezade, que cuenta cuentos al sultán para salvar su vida, es una madre que cuenta cuentos a sus hijos.
¿A usted también le contaban cuentos? ¿Hay algo de su madre en ese personaje?
Sí. Para mí, el momento fundacional de la literatura es cuando un adulto, una madre, un padre o un abuelo acompañan a un niño o a una niña cuando se tienen que ir a la cama. Es un momento muy complicado. Les pedimos una cosa bastante difícil para ellos, que es que se queden solos, en su cama, y en un momento especialmente difícil que es la noche, que es la oscuridad, la incertidumbre, el territorio donde todo puede suceder y donde uno se siente desprotegido. En ese instante, los niños, que tienen miedo, tratan de retener al adulto a su lado y para eso piden que les cuenten una historia. Cualquier cuento, antes que otra cosa, es un procedimiento retardatario, un “quédate un poco más”. Ahí es donde surge la literatura. En la novela, un personaje dice: “Asomados a un cuarto donde una madre está contando un cuento a su hijo, en sus palabras está la verdadera historia del mundo”. Es un acto de amor y un consuelo, un lugar de seguridad.
¿Esa tradición permanece?
Quisiera pensar que sí. Esa función antes la cubrían las mujeres, que eran las narradoras de historias. Pero la mujer se independiza de ese papel que se le había asignado injustamente de ser ama de casa. Ahí se produce un vacío que hay que procurar llenar. Me parece terrible que se dejen de contar cuentos a los niños. El cuento, en la medida que va a acompañado de la oralidad, tiene una fuerza que no tiene a través de la palabra escrita. En todos los sitios a los que voy, insisto mucho a los adultos que, por favor, a la hora de acostar a sus hijos o a los niños que tienen a su cargo, que hagan siempre un esfuerzo por sentarse un rato con ellos en la cama, hablar y contarles cosas. Responder a esa necesidad humana. Al ser humano no le basta con vivir su vida, necesita transformar su vida en una historia que merezca la pena contar y escuchar las historias que le cuentan los otros.
¿Las nuevas tecnologías pueden sustituir a estas historias?
No. El filósofo Walter Benjamin decía que nuestro mundo es muy rico en información, pero muy pobre en historias memorables. Es verdad que vivimos rodeados de información, a través de los medios de comunicación, todo son noticias y datos, pero muy pocas de esas cosas que nos cuentan se transforman en historias que se quedan en nuestra memoria. Este mundo de los viejos relatos habla de lo que somos. Todo trata sobre el corazón humano. Es como el bosque de los cuentos, un territorio muy vasto, desconocido, donde suceden cosas hermosas y, al mismo tiempo, oscuras y terribles, porque nadie se conoce enteramente a sí mismo. La literatura es esencial para adentrarnos en ese territorio.
¿Todos estos cuentos están marcados por la imaginación?
Desde luego, la imaginación es una facultad imprescindible. Pero no solo para escribir, sino para vivir. El libro se titula El árbol de los sueños porque es una relectura del libro del Génesis, ese momento en el que Yahveh prohíbe a Adán y Eva probar los frutos del árbol prohibido. He querido transformarlo en el árbol de los sueños porque el que prueba esos frutos adquiere el poder de soñar. Ese es el poder de crear, de relacionarnos con lo que no existe. La imaginación es una facultad tan extraordinaria que nos permite relacionar realidades que la razón separa. La razón separa el mundo de los vivos y de los muertos y la imaginación tiende puentes entre esos dos mundos. No desdeño la razón ni muchísimo menos, pero creo que es una casa demasiado pequeña para que quepa en ella toda la vida.
¿Los niños aceptan mejor esa fantasía que los adultos?
Completamente. Los niños son seres que no pertenecen exactamente al mismo mundo que el adulto. Los niños vienen de un país desconocido, de un país que, una vez se abandona, no se puede volver. El adulto, por mucho que trate de recordar su infancia, no lo conseguirá, salvo algún fragmento perdido. Es imposible recuperar al niño que hemos sido. El niño vive en comunicación con el mundo, con la naturaleza. Cuando hablamos de que el ser humano surge con el lenguaje es cierto, pero también hay una vida anterior al lenguaje. Los niños tardan mucho tiempo en aprender a hablar y ahí, mientras, está en comunicación con la naturaleza, con un mundo infinitamente más amplio que en el que vivimos los adultos. Es un médium de la realidad. A los niños se les hace muy poco caso, los vemos como seres inacabados y tratamos que dejen ser niños para transformarlos en adultos. La educación tiene esa aspiración. Eso es un error. Debemos mirar a los niños como seres singulares, que están a caballo entre dos mundos y podemos aprender mucho de ellos, que no distinguen la realidad del sueño. El mundo no está acabado para ellos, lo triste del adulto es que llega un momento en el que vivimos en un mundo que ya está hecho, que es inamovible. Esa realidad se va haciendo cada vez más estrecha y es una cárcel que no podemos abandonar. Sin embargo, el niño, los amantes, los poetas viven en un mundo en el que todo es posible aún. Todo eso lo cuentan los relatos.
Dedica su libro a Pier Paolo Pasolini. Además de escritor y lector, ¿es usted cinéfilo?
Sí. Además, para mí, Pasolini es uno de los intelectuales más importantes de la última mitad del siglo XX. Él empieza escribiendo y haciendo películas muy realistas, pero, poco a poco, sus películas se van complicando y necesita recurrir a esa mediación de cultura. Hace películas sobre Edipo, Decamerón, Los cuentos de Canterbury y sobre Las mil y una noches. Se dio cuenta de que la realidad se había vuelto simple y renegaba de ese mundo, que había convertido la vida y el cuerpo humano, como él decía, en una simple mercancía. Se relevaba contra esa idea. En Las mil y una noches hay un relato que él cita y del que aparece una frase que yo utilizo en el libro: “La verdad nunca cabe en un solo sueño”. Básicamente, lo que nos viene a decir es que ninguna vida, por muy insignificante que parezca, se puede contar con una sola historia.
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