La película Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar, trajo al presente en 2019 aquel discurso irrepetible con el que Miguel de Unamuno arriesgó la posición y el cuello ante Millán Astray en la Universidad de Salamanca. “Venceréis, pero no convenceréis”, le espetó el escritor. El que fuera conseller de la Generalitat de Catalunya, Santi Vila, recoge este órdago para titular su libro, Vencer y convencer, que presenta hoy a las 19.30 horas en la librería Lume de A Coruña y que repasa lo ocurrido desde el juicio que sentó al Govern en el banquillo del Supremo hasta hoy, con los indultos rubricados. En el acto, organizado por el Ateneo Republicano, intervendrán también Antón Losada y Antón Gómez Reino.

Estuvo en A Coruña antes de la pandemia. Ahora regresa a presentar su libro. ¿Cómo ha cambiado su vida desde entonces?

Ha cambiado bastante. En estos momentos estoy en el ámbito privado académico y profesional, desvinculado de la actividad política y habiendo superado el traumático juicio del Supremo, pero todavía con el frente abierto ante el Tribunal de cuentas. Estoy mucho más sereno, más tranquilo, aunque sigo participando en el debate político a través de tertulias y artículos de opinión en La Vanguardia.

Ahora que puede mirar las cosas con perspectiva, ¿se arrepiente de algo? ¿Hoy habría actuado diferente?

Sin duda. Yo ya he admitido y confesado en más de una ocasión que ojalá pudiéramos revisar las cosas con la perspectiva que nos da haberlas vivido. Es evidente que, en su momento, sobrevaloré mi influencia sobre Carles Puigdemont. Confié en exceso en las posibilidades de evitar un choque entre el Govern catalán y el Gobierno de España. De no haber sobrevalorado mi capacidad de influencia sobre Puigdemont, habría dimitido mucho antes.

Su libro se titula Vencer y convencer. ¿A quién quiere vencer y a quién convencer? ¿A los que eran los suyos, o a los de enfrente?

Es complejo. El título coincidió con la película de Amenábar, Mientras dure la guerra. Es un homenaje a las posiciones matizadas de Unamuno, y a su capacidad de ser exigente y autocrítico consigo mismo. El vencer era un aviso a navegantes, especialmente a la política española en general, para advertir de que, a pesar de lo que pasó en Catalunya, a golpe de fiscalía y sentencias, la situación se pacificó, aunque el malestar de fondo sigue latente, como la convicción de que hay que poner al día el pacto constitucional de 1978. Ese pacto requiere actualización en algunos aspectos. En 2017, el Estado vence en Catalunya sin duda, se impone el inmovilismo. Quienes por desobediencia hemos rebasado la ley asumimos las consecuencias, pero desde el punto de vista social, tienes a dos millones de personas que no se sienten representadas. En Catalunya se venció, pero no se convenció.

Dice que ese malestar sigue latente. ¿En qué se perciben estas fracturas en la convivencia?

El independentismo sigue siendo mayoritario desde el punto de vista parlamentario, aunque no desde el punto de vista social. Los políticos independentistas más partidarios de cerrar una resaca del procés no se atreven, y siguen atrapados en una política de bloques, los independentistas y los constitucionalistas, lo que creo que es perjudicial. La pandemia nos ha hecho pensar. Había un eslogan del president Jordi Pujol que decía que la prioridad debe ser salut i feina, salud y trabajo. Hace tres años esto no lo compraba nadie, y hoy todo el mundo lo reclama. Yo soy del parecer de que, sin actualizar determinados consensos en torno a la Constitución y las grandes instituciones del estado, esto va a ser difícil.

¿Por qué dice que no hay ya una mayoría social independentista?

En mi opinión, nunca ha habido una mayoría social independentista. Ha habido, en algunos momentos, una mayoría social que demandaba de forma urgente un nuevo pacto constitucional. A eso se apuntó Podemos, Esquerra, los anticapitalistas, y los convergentes. El espectro es más amplio cuando preguntas por el consenso que se ha roto y si tenemos que ponerlo al día. La mayoría social es una argucia política, aunque es cierto que, parlamentariamente, sí que da.

¿Y eso cómo se come?

Con compromiso, negociación diálogo y afrontando reformas. Al final, en ese momento, los que nos quedamos a la intemperie fuimos los moderados, los centristas. Vimos que el presidente Rajoy quería pero no podía, y que los partidarios del “cuanto peor, mejor” en Catalunya estaban encantados. Si algo sentó mal en Catalunya fue que cayera el Gobierno del PP, porque mantenía al independentismo muy a raya, y que entrasen los conciliadores.

Se escribió y habló mucho, todavía ahora, sobre su decisión de dimitir antes de la Declaración Unilateral de Independencia. ¿Le encaja el apelativo de traidor que le pusieron entonces?

No. El propio Puigdemont nunca lo ha asumido así. Él siempre dice que fui un conseller leal, y siempre supo que yo no estaba por la independencia, y que era uno de los principales interlocutores del Gobierno de España. Sabíamos que estábamos ahí para tensar la cuerda, y cuando el Gobierno de España puso una suerte de pista de aterrizaje y no se aceptó, es evidente que no tenía ningún sentido que yo participase de todo eso, a riesgo de no ser comprendido. Puigdemont me lo advirtió cuando presenté mi dimisión. “A veces es mejor equivocarte con los tuyos que tener razón”, me dijo. Yo tenía que ser honesto conmigo mismo, afronté el juicio con el Supremo en Madrid, y en cualquier restaurante que iba allí me sentía respetado por la gente centrista. En Barcelona, igual. No hay que despistarse con un tuit o con la agresividad verbal de algunos.

Dice sentirse respetado, pero en aquel momento, se quedó en tierra de nadie entre ambas posturas.

Sí, es cierto. De ahí el, “vencer y convencer”, guiñando el ojo, salvando las distancias, a Unamuno, que, con razón o sin ella, queda también en tierra de nadie, porque primero apoya el golpe de Franco y luego se da cuenta de que eran una pandilla de indeseables. Unamuno fue honesto consigo mismo y quedó del todo incomprendido. Yo traté de ser honesto conmigo mismo. Ahora, poco a poco, el independentismo, de Oriol Junqueras a Jordi Sánchez, han reconocido que aquel 1 de octubre de 2017 se iba a desplegar un enorme capital político para una negociación, pero que todos sabían que no iba a tener ninguna consecuencia administrativa o jurídica. Eso empieza a reconocerse ahora.

En su libro cuenta lo que considera verdades y mentiras del juicio del Supremo, que ha definido como traumático. ¿Cómo vivió aquellas sesiones en el banquillo de los acusados, con unos y otros en contra?

Yo tuve algunas decepciones, que son comprensibles, con algunos testigos que, en aquel momento, estaban en activo en la política. Para mí fue hiriente que personas como Soraya Sáenz de Santamaría negaran que el diálogo había existido. Yo había almorzado con ella en Moncloa cuando era vicepresidenta del Gobierno, con una agenda de pacto de Constitución reformista que no distaba mucho de la que tiene hoy el presidente Pedro Sánchez. Que delante del magistrado dijera eso, para mí, fue una decepción. El presidente Rajoy fue, con todo el respeto, especialmente gallego, dijo que no tenía nada claro y negó tres veces, como San Pedro, que había existido el diálogo. Luego, el postureo de algunos de los testigos de venía de nuestra defensa fue triste. Pensé: “si estos son nuestros argumentos, apaga y vámonos”.

¿A qué se refiere?

En la fase testifical, acudió mucha gente a hacer alegatos políticos y a ahondar en el tópico de que esto es el régimen del 78, de que España no era un país democrático y que era casi como Turquía. Al final, esto era un conflicto sobre cómo repartir el poder político en España, para dirimir si el centro y la periferia estaban bien articulados o si Barcelona tenía el peso que merece, no para decir, como se afirmó allí, que España era como Turquía. Esto la prensa independentista de Barcelona te lo subraya, pero sabemos que es un fraude.

Recibió críticas por decir que el procés estaba muerto. ¿En qué punto se encuentra ahora?

Los indultos han sido la inflexión definitiva. El Gobierno de España fue valiente ahí, ahora está por ver cómo se encaja la situación de los que se fueron. Evidentemente, esto ha serenado lo que podría haber cronificado un discurso victimista. Liberado ese argumento, hay que volver a lo real. He afirmado que, en mi opinión, el procés ha muerto, pero hay que afrontar los problemas que generó. Eso va a costar, porque en este país está cronificado un espíritu fratricida. Si hay que afrontar grandes reformas, y este es un tema controvertido, tiene que ser en concurso con el PSOE y el PP. Si Pablo Casado opta por politizar fuerte cuando el PSOE se mueva, va a ser difícil. Será bueno para los de “cuanto peor, mejor”.

¿Cree de verdad que los indultos han culminado esa reconciliación que parecía imposible hace menos de dos años?

La reconciliación siempre ha sido mi apuesta. Es legítimo que el que viva en Barcelona tenga la convicción de que, con todo lo que aporta desde el punto de vista económico, se nos tenga que dar más cancha. El debate competencial entre Madrid y Barcelona es muy hiriente en lo económico y hasta en lo sentimental. Un Estado que mande el mensaje de que cuando invierte en A Coruña lo siente como propio hace mucho, aunque parezca poco. La impresión era que el Estado solo invertía en Catalunya forzado por la aritmética parlamentaria, porque no les quedaba otra. Deberían sentir esa catalanidad como quieren que sintamos nosotros esa españolidad.