Programón el que nos tocó disfrutar esta noche en un pobladísimo Palacio de la Ópera que sorprendentemente parece asumir con naturalidad lenguajes más próximos a nosotros sin la frialdad y desdén de antaño. Programa con conexiones franco-rusas: compositores de ambas nacionalidades, al igual que director y solista. Comenzábamos con la obra de Dutilleux, obra en la cual el compositor designa a cada una de las secciones de la orquesta un movimiento predominante, concluyéndola con un gran y espectacular tutti final de los que gustan al público. Gran obra para abrir boca ante el espectáculo musical que vino a continuación, sin que nadie, creo, lo esperase. Y este vino de las manos de una joven de escasos dieciocho años, enfundada en un mono dorado con una gran y larga capa en el mismo color, que una vez se sentó y puso sus dedos sobre el teclado, convirtió en lingotes de oro esas negras y blancas teclas, extrayendo un sonido límpido y cristalino, no muy opulento y con muchos quilates. Fue una versión la de Gevorgyan más camerística por momentos que solista, sin extraer todo lo profundo de ese Steinway, cosa que sí logró en los dos espectaculares bises que ofreció sin mucha resistencia, pero fiel a su principio musical y sonoro, y eso es valentía y control, y no caer en lo facilón que sería una búsqueda sonora que seguramente la llevarían a la brusquedad y abandono de la línea melódica que tan bien trazó desde el inicio. Está claro que el bouquet que nos irá dejando, con la aplastante lógica de los años, crecerá exponencialmente si sigue apostando por lo realizado esta noche, en la que creo ninguno de nosotros habríamos deseado que dejara de tocar. Técnicamente irreprochable, con gusto por el escenario, y con ganas de comerse el mundo y auditorio, con una seguridad apabullante a pesar de su juventud y con una propuesta sin complejos ante un monumento de obra y de masa orquestal, bien asistida por el maestro Denève, aunque por algún motivo alguna respuesta de las secciones de más atrás llegaba tarde.

Sorpresa agradable la obra de Connesson, preciosa, bien redactada a la batuta, con un iluminado final mantenido en vilo con el precioso coloquio entre G. Permuy a la celesta y Ferrer al clarinete.

Con un claro desacuerdo entre director y violines comenzaban las Danzas Sinfónicas, obra que cerraba el programa y que al igual que la Rapsodia, tenían en común ser obras encargo por parte de orquestas americanas e incluir en ambas la secuencia del famoso Dies Irae. Fabuloso solo de saxo de G. Noguerol, orgullo de compañero en el Conservatorio de Culleredo, y también de la concertino invitada de esta noche, Petitdemange, regodeándose en cada solo del que dispuso. Me gustó Denève, maestro con una gran trayectoria, y que pareció empatizar con la OSG en este programa. Programa de mucha exigencia rítmica, con mucho gesto preciso, y en el que en líneas generales supo balancear bien a las diferentes secciones de la orquesta, quitando algunos momentos en la Rapsodia, pero tampoco es que la acústica de nuestro querido palacio ayude mucho cuando semana tras semana achacamos en algún momento un exceso de sonido en orquesta cuando toca con solista. Si esta noche es de agradecer el silencio en respeto a la música y músicos, ensombrecido por dos móviles casi al final, de la zona de “toses-caramelitos-móviles”, el personal que trabaja en el Palacio de la Ópera debería también silenciar sus walkie talkies durante los conciertos de música clásica, noche tras noche lo agradeceríamos.