Transitábamos la otra noche por una calle de Os Castros de cuyo nombre no queremos acordarnos cuando nos paramos a admirar una muestra de cariño con el mejor amigo del hombre, el coche. El vehículo estaba estacionado con una de sus ruedas delanteras sobre un colchón tendido en el suelo, con la misma prestancia con la que el guepardo preferido del Gran Mogol reposaría su pata sobre una almohadilla de seda. En otra ciudad con menos civismo diríamos que algún desaprensivo arrojó un trasto viejo en la calzada para no ir al punto limpio, y un conductor sin muchos reparos estacionó encima. Pero en la nuestra, la única explicación es el amor y cariño del castrexo automovilista.