La Opinión de A Coruña

Un año desde que se paró el reloj en Ucrania

✍ Marta Otero Mayán | 📸 Víctor Echave y Casteleiro /Roller Agencia

Ha pasado un año, pero para ellos se antoja toda una vida. Casi un año desde que dejaron sus hogares y se aventuraron a iniciar una nueva vida en un país tan distinto al suyo en costumbres, idioma y cultura que pocas más certezas tenía para ellos el camino que las que dejaban atrás. Un año en el que han experimentado de todo, lo bueno y lo malo: consuelo al calor de la solidaridad de sus vecinos, miedo por sus parientes que se resisten a dejar su tierra y, por encima de todas, una sensación a la que todos apelan cuando se les pregunta cómo están: angustia. “Ha sido el año más lento, pero también el más rápido, de toda mi vida. Se paró el tiempo”, resume Anna Haidukova.

Ucranianas en A Coruña

Ucranianas en A Coruña

El casi medio millar de refugiados ucranianos que recalaron en A Coruña huyendo de la invasión rusa han corrido, desde su llegada, una suerte dispar. El 20% de los que arribaron a la ciudad han emprendido el retorno a su país, según los datos que maneja AGA Ucraína, la ONG constituida a contrarreloj tras la invasión para canalizar todo el torrente de ayuda humanitaria que se desencadenó después de aquella primera detonación en la frontera ruso-ucraniana, un 24 de febrero de 2022 que ahora parece de otra vida. Una efeméride que, a punto de cumplir su primer aniversario, no es ajena a nadie, y que visibilizarán el próximo sábado con una concentración que partirá a las 19.30 horas del Obelisco, y contará con un homenaje a las víctimas, actuaciones musicales de los propios refugiados y un desfile de niños con trajes tradicionales ucranianos.

La comunidad ucraniana residente en A Coruña se resiste, desde entonces, a dejar que su identidad se diluya en la adaptación a un país que poco tiene que ver con el suyo. Desde que estalló la guerra, es habitual verles, a veces más y a veces menos, haciendo visible el músculo de la unidad de la diáspora lejos de casa. Primero en María Pita cada domingo, ahora, en los últimos meses, en la plaza de Vigo. A veces, con la compañía de la ciudadanía coruñesa, que empatiza con su situación. Otras, en grupos poco numerosos, pero que persisten en su objetivo: que la gente recuerde que siguen ahí, que la guerra no ha parado, aunque sus vidas sí lo hayan hecho. Las expectativas, para unos y para otros, también son diferentes. “No hay manera de volver para nosotros. Pensamos quedarnos aquí en España y planear nuestras vidas. Las bombas quedarán ahí, aunque acabe la guerra. Pueden pasar décadas hasta que dejen de ser peligrosas”, valora Valerii. Tishchenko, padre de familia oriundo del Dombás, que lleva, por ende, muchos más años en guerra que la mayoría de sus paisanos, y que si mira el mapa ya no encuentra un lugar al que volver. Aunque él lo va teniendo más o menos claro, en su familia el futuro es una conversación recurrente. “Mi hija quiere volver a Ucrania. Ahora tiene 14, no puedo permitirlo. Cuando cumpla los 18, ella decidirá lo que hacer”, explica. Valerii teme lo que muchos exiliados, migrantes y refugiados a lo largo de la historia de los desplazamientos forzosos: que la tierra que les espere cuando acabe la guerra no tenga nada que ver con la que un día dejaron atrás. “La tensión se va a quedar en la sociedad. Harán programas para reconstruir nuestras ciudades, pero también necesitaremos reconstruir la salud mental de la gente. Nosotros estamos aquí y no sufrimos la ansiedad de las alarmas y las bombas del día a día, pero seguimos afectados por eso. No me quiero imaginar cómo afecta a la gente que sigue allí”, reflexiona.

También en AGA Ucrania empiezan a fallar las fuerzas tras un año entero de lucha incansable para gestionar la ayuda humanitaria que sale de la nave de Pocomaco de la que ya han partido 28 trailers cargados con más de 500 toneladas de alimentos, productos de higiene, juguetes, electrónica o material médico. Calculan que, entre donaciones de material y económicas, la asociación ha gestionado el envío de millón y medio de euros. “El año se ha hecho muy largo para la gente en Ucrania. Parecía que teníamos que seguir aguantando y que todo iba a salir bien. La gente tiene esperanza, pero está muy cansada. Necesitan trocitos de vida normal”, valora su presidenta, Natalia Afonina.

Victoriia Granevska, refugiada en A Coruña desde el pasado marzo.   | // VÍCTOR ECHAVE

Victoriia Granevska, refugiada en A Coruña desde el pasado marzo. | // VÍCTOR ECHAVE

Victoriia Granevska: “Mis hijas lloraron mucho. Cuando llegaron aquí, pudieron respirar”

Victoriia Granevska mira a cámara con ojos profundos y seguridad inquebrantable. De repente, baja la guardia. Sus ojos se posan sobre una de las imágenes que decoran un tríptico que recoge, gráficamente, el relato de una invasión. Victoriia señala una de las fotografías. “Es mi ciudad”. Bajo su dedo, una calle arrasada. Es Severodonetsk, uno de los núcleos más importantes del Dombás, ahora bajo influencia rusa. Un día también fue su hogar. “Está todo bombardeado”, lamenta. Ahora su hogar es la casa de Chus, una mujer residente en A Coruña que les abrió sus puertas sin conocerles de nada a ella y a sus hijas, que emprendieron un camino peligroso e incierto poco después de aquellas primeras explosiones. “Fue el 20 de marzo. Teníamos mucho miedo. Escapamos a Truskavets, en la frontera. Allí leí noticias de que había autobuses y decidí venir. Mi marido se quedó en Ucrania”, recuerda. Al llegar a su destino, la angustia que les había acompañado desde que salieron del sótano en el que se refugiaron las primeras semanas del conflicto desapareció durante unos minutos. “Mis hijas estuvieron muy estresadas. Lloraron mucho y pasaron mucho miedo. Cuando llegaron a casa de Chus sintieron tranquilidad, pudieron respirar. Ella es muy buena, intenta hacernos reír y que estemos felices”, asegura sobre su anfitriona. La familia, desde entonces, ha intentado seguir con su vida, pero siempre con un ojo puesto en el avance de los acontecimientos en su país. Victoriia encontró trabajo durante unos meses, hasta que concluyó su contrato, su hija pequeña va a la escuela y la mayor estudia una FP. Con el español avanzan a buen ritmo. Intentan, sobre todo, no desapegarse de lo que dejaron atrás. “Aquí hay una comunidad ucraniana maravillosa. Siempre que podemos intentamos reunirnos”, cuenta.

Oksana y Solomiia Savchuk, madre e hija ucranianas. | // VICTOR ECHAVE

Oksana y Solomiia Savchuk, madre e hija ucranianas. | // VICTOR ECHAVE

Oksana y Solomiia Savchuk: “No hablamos el mismo idioma, pero aquí nos sentimos acogidas”

Mientras Solomiia habla, su madre, Oksana, enseña una foto que guarda en su móvil. Una familia de cinco miembros sonríe a la cámara en otro tiempo. La familia, ahora, está dividida: la madre y las dos hijas en A Coruña, y el padre y el hijo mayor en Ucrania, debido a la Ley Marcial. “Los echamos mucho de menos. Cuando hay electricidad allí, les llamamos”, confiesa la madre. Oksana y Solomiia y su hermana pequeña fueron de los últimos grupos de refugiados ucranianos en llegar a la ciudad. Lo hicieron cuando comprobaron que no quedaba otro remedio. “Mi hija pequeña tiene epilepsia. Un día hubo un bombardeo en mi ciudad y destruyeron unos edificios al lado de nosotras. Eso afectó a la niña. Decidimos salir. Volver es arriesgado, puede afectar a la niña”, explican. Hasta entonces, habían mantenido la esperanza de que el conflicto concluyese en un corto período de tiempo, con lo que alargaron su estancia en su ciudad, Vinnytsia, hasta el último momento. Ahora enfilan ya su primer semestre en A Coruña. Actualmente conviven con unos amigos, también ucranianos, que llegaron mucho antes que ellas. La pequeña de las hermanas acude al colegio, mientras que Solomiia, de 19 años, busca una formación que se adapte a su perfil. “Quiero estudiar en el conservatorio. Canto y toco la bandura, —instrumento típico ucraniano—, y claro, aquí no hay formación en eso”, explica Solomiia, que por el momento prefiere no plantearse mucho sus expectativas. “Queremos volver, pero si sigue la guerra, tengo que planear mi vida aquí. Quiero estudiar, no quiero perder el tiempo”, apunta. A la tensión del día a día suman otra emoción: el agradecimiento. “No hablamos el mismo idioma, pero nos sentimos acogidas aquí”, aseguran.

Anna Haidukova, joven ucraniana de 19 años residente en A Coruña. | // VÍCTOR ECHAVE

Anna Haidukova, joven ucraniana de 19 años residente en A Coruña. | // VÍCTOR ECHAVE

Anna Haidukova: “Mi cabeza está llena de noticias de Ucrania, mentalmente vivo allí”

“14 personas en un sótano de 3x3. Ocho niños pequeños y seis mujeres”. Anna entrecierra los ojos para evocar mentalmente los detalles esenciales de las tres primeras semanas desde el inicio del conflicto. Ella, junto a su madre, sus siete hermanos y sus sobrinos, las vivió hacinada en un bunker improvisado en su vivienda, en la periferia de Bucha. Lo que les esperaba fuera no fue mucho mejor que aquel sótano: una travesía larga y peligrosa, en la que tuvieron que encadenar incontables trenes y autobuses y pernoctar en estaciones hasta alcanzar su destino, A Coruña. De eso hace ya once meses. “La primera mitad del año fue muy rápida. Nuestra idea era que acabase la guerra y volver cuanto antes, pero no fue así”, lamenta. Casi sin darse cuenta, sus hermanos pequeños estaban escolarizando y las mujeres adultas de la familia, en paralelo, cursando clases de español, que ella, estudiante de Marketing de 19 años, compatibiliza con las clases online de su universidad ucraniana, “cuando las alarmas lo permiten”. Nadie en su numerosa familia ha perdido la esperanza de que la guerra termine pronto. Cuentan las horas desde una vivienda de dos pisos, asistidos por la Cruz Roja, y con una sensación que se les hace compartida: la de estar tan divididos que no están, en realidad, en ninguna parte. “Mi cabeza está llena de noticias de Ucrania, mentalmente vivo allí”, explica. El futuro, por el momento, no es siquiera una posibilidad que exista. Tampoco un tema de conversación viable. “No tengo respuesta a esa pregunta —responde— No tengo ninguna expectativa de lo que va a pasar en el futuro ni de lo que voy a hacer yo. Simplemente, vivo al día”, concluye.

Valerii Tishchenko junto a su mujer y sus hijos. | // CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA

Valerii Tishchenko junto a su mujer y sus hijos. | // CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA

Valerii Tishchenko: “No tenemos un lugar al que volver, nuestra casa está destruida”

Valerii Tishchenko rumia un pensamiento que no puede apartar de su cabeza. “En una evacuación de una ciudad, una mina explotó y mató a cuatro niños. No puedo permitir que eso le pase a los míos”. El suceso le acompaña también ahora, pasado el trance de la huida, ya seguro junto a su mujer y sus cuatro hijos pequeños en una vivienda de Santa Cristina que tutela la asociación Accem, que canaliza la protección estatal a los refugiados. Su hija mayor, a la que no ve desde hace casi un año, se quedó en Ucrania junto a su marido y su hijo. Él no tuvo que valorar opciones. “La pregunta no era ¿tenemos que salir de aquí?, sino ¿cuándo vamos a salir de aquí? Estaba preparado para irme desde que entró el primer avión ruso”, recuerda. Si bien a muchos de sus compatriotas el estallido de la guerra les pilló por sorpresa, él siempre supo que tendría que marcharse en algún momento. Ingeniero eléctrico residente en el oblast de Donetsk, en el Dombás, Valerii hacía ocho años que ya vivía en guerra. Hasta hace un año, era uno de los pobladores de lo que llaman “zona gris” o “tierra de nadie”, un linde olvidado que separa las partes de un conflicto armado y cuyos habitantes sufren las consecuencias del abandono. Allí compraron su casa en 2013, y allí estalló la guerra un año después. “No tenemos un lugar al que volver. Nuestra casa está destruida, no hay colegio, hospital, guardería. Ahora la vida aquí es maravillosa. Los primeros meses fueron terribles. Mi hija no quería ni abrazarme, estaba siempre tensa. A mis hijos mayores les afectó físicamente. Ahora están contentos en el colegio, aprendiendo español y gallego. Van a fútbol, a natación, a clases de arte... no tienen tiempo de preocuparse”. Valerii sonríe aliviado mientras lo dice. ¿Y los padres, cómo lo llevan? “No tenemos tiempo para pensar en eso”.

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