La cárcel de A Coruña: en las entrañas del patrimonio herido

La antigua prisión provincial permanece abandonada a su suerte frente a la Torre: mientras su interior sucumbe al deterioro, persiste el conflicto por su titularidad

Interior de la prisión de la Torre.

Casteleiro / Roller Agencia

Contra las paredes de la nave central de la antigua prisión provincial de A Coruña rebotan, hoy, sonidos muy distintos a los que lo hicieron ayer. Hoy es el golpe seco contra el suelo de las pisadas de quien la visita el que se mezcla, en el pabellón vacío, con el aleteo de las aves que anidan en sus techos comidos por la humedad y con los chillidos agudos de las ratas que han encontrado, entre sus vigas, un hogar. Ayer, en el mismo lugar que hoy se pudre sin que nadie muestre urgencia por evitarlo, un tal Benigno Andrade, conocido popularmente como el maquis Foucellas, pagaba con el garrote vil la resistencia contra la dictadura que le llevó a una estrecha fosa común en San Amaro. Ayer, un guerrillero, de alias Aureliano Barral, echaba una última mirada a los techos que hoy ceden sobre si mismos antes de salir camino del Campo da Rata, donde caería exánime, bajo el fuego nacional, por Dios y por España.

Vista del patio a través de una ventana.   | // CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA

Nave central de la prisión, con la garita en el centro | // CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA / Marta OTero Mayán

Ayer, en las mismas literas que hoy sobreviven como pueden, pasto del óxido y la suciedad del abandono acumulado en cinco lustros, Sari y Fina, resistencia invisible del 10 de marzo en Ferrol, forjaban una amistad eterna en la oscuridad de una celda en la que rumiaban el asesinato de sus camaradas Daniel y Amador. Hoy, en aquellas mismas paredes en las que el maestro de pintura de los reclusos, Plácido Vidal, guiaba a los internos en el arte del muralismo, unos graffittis tapan a otros más frescos. Bajo capas y capas de firmas garabateadas con aerosoles fosforescentes, todavía queda parte del fresco en el que los reos inmortalizaron uno de sus grandes anhelos, precisamente aquel que no estaba a su alcance: la visión de la Torre de Hércules, sin muros ni barrotes.

La cocina de la prisión, con los electrodomésticos cubiertos de óxido.   | // CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA

La cocina de la prisión, con los electrodomésticos cubiertos de óxido. | // CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA / Marta OTero Mayán

La prisión provincial de A Coruña, el bastión laberíntico que, frente al faro romano, cada vez se mimetiza más con el verde de su entorno por obra y gracia de la vegetación que la recubre, vivió días distintos no hace demasiado tiempo. Distintos, que no mejores, según la óptica que con la que se filtre la apreciación: un penal que en su día fue escenario de represión para unos y de castigo a las faltas para otros, y que ahora es sede de una larga espera que ya dura 25 años, los que pasaron desde que cesaron los usos penitenciarios y desde el momento en el que el edificio tendría que haber retornado al patrimonio público coruñés, con la encomienda de recibir un contenido a la altura de su historia.

La escuela, cubierta de moho.   | // / CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA

La escuela, cubierta de moho. | // / CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA / Marta OTero Mayán

No fue así. Una concatenación de disputas, desinterés, y malas decisiones de distintas administraciones implicadas en su gestión y protección —si la hubiere— desencadenó en la situación del presente. La cárcel, a efectos prácticos, no es hoy de nadie. Ni de los coruñeses, propietarios legítimos, ni de los responsables políticos que deberían hacerse cargo de su mantenimiento. La antigua cárcel de la Torre ya no es un penal desde 1998, cuando desalojaron a los últimos reclusos camino a Teixeiro y el espacio pasaba a dedicarse a un uso más amable, el de centro de inserción social para pernocta de algunos reos, función que desempeñó hasta 2009. Desde 2005 es, además de un singular cascarón, terreno de disputa política entre las administraciones central y local, mediada por Ejecutivos municipales de distintos colores, que llevaron hasta los tribunales sus derechos —y sus eximentes— sobre el edificio.

Agujas en la enfermería de la cárcel.   | /// CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA

Agujas en la enfermería de la cárcel. | /// CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA / Marta OTero Mayán

Y, mientras tanto, la huella del tiempo se cierne sobre sus muros. El deterioro de su exterior, ineludible a la mirada que se posa sobre ella, no es nada comparado con lo que guardan sus estancias. Un recorrido basta para comprender que, de haber voluntad, podría haberse evitado la coyuntura actual, porque la mayor parte de las habitaciones conservan, discernibles, algunos elementos clave de su morfología. Los locutorios donde los reclusos encontraban palabras de cariño a través de un cristal, intactos bajo la inevitable capa de óxido, como si los familiares acabasen de levantarse de las sillas hasta el próximo domingo. En las celdas, inquilinas de la planta de arriba, y equipadas con dos parejas de literas y con baño particular, todavía quedan sábanas sobre los colchones en los que alguien un día contó los días para salir. Como en las mejores ficciones, pequeñas idiosincrasias con su toque tragicómico: en los baldosines de la pared a la que mira un excusado rompen el misterio dos pegatinas de los Looney Tunes, y sobre la puerta de un armario destartalado, los restos de un póster de una mujer en ropa interior, que en su día pudo suponer, intramuros, algo más que una distracción en el tedio del encierro. Un cartel amarillento señaliza un retrete como “sala de pena”. En alguna pared todavía cuelga un almanaque con la fecha congelada en 1998. En la puerta que conduce a la zona de aseo descansa un cartel escrito a mano, legible aunque erosionado por el sol que se cuela por la ventana rejada: “Por favor, cuando terminéis en la ducha deja el suelo limpio, es de todos”. Y en una taquilla, protegida por una cortina semidescolgada, persiste estampado un cromo de Antonio Orejuela, centrocampista del Atleti.

Algunos de los murales en el antiguo bar del penal.   | // / CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA

Algunos de los murales en el antiguo bar del penal. | // / CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA / Marta OTero Mayán

Por aquí y por allá, en las estancias de una instalación que se antoja infinita, resisten pequeñas señales de que un día hubo vida sobre la vieja cárcel de A Coruña: están en la sala que se utilizaba como enfermería, que conserva todavía algunas agujas de extracción de sangre al vacío, desperdigadas entre bolsas plásticas que indican un continente de “restos biológicos”. El sida, por desgracia, existe, pero puede prevenirse, se lee en las carátulas de los folletos que alertan de una epidemia que despertaba, aun entonces, más incógnitas que certezas. Un collarín descansa sobre una cama En una estancia lateral, la máquina de rayos X, una de las pocas supervivientes del destrozo, parece comprada ayer.

El gimnasio, todavía equipado con las máquinas de ejercicios.   | // / CASTELEIRO/R.A.

El gimnasio, todavía equipado con las máquinas de ejercicios. | // / CASTELEIRO/R.A. / Marta OTero Mayán

En lo que un día fueron las dependencias del sacerdote, que parecen hoy víctimas del saqueo y el pillaje, las fotocopias con cánticos religiosos mecanografiados con las que, seguramente, alguien buscó meter en el redil a alguna oveja descarriada se traspapelan entre diplomas de asistencia a cursos de corte y confección que una reclusa no llegó a llevarse, con libros de teología y algún recorte de prensa.

Y aunque algunas estancias parecen petrificadas, como el gimnasio o la cocina, recubiertos sus enseres de una película que mezcla herrumbre, moho y flora incipiente, y algunos de los murales que los presos pintaban como herramienta para matar el tiempo todavía no han quedado ocultos bajo los graffittis de algún que otro inquilino no deseado, evocar la cárcel que fue, hoy, es un ejercicio de imaginación. El golpe de realidad viene cuando, ya libre de ensoñaciones, uno repara en los techos hundidos, los suelos cedidos, las porterías de los patios anegadas de maleza y los cadáveres de las palomas, con las vísceras al aire, dispersas entre los restos del alicatado que se ha desprendido de las paredes. En un patrimonio herido por el descuido y el desacuerdo, que cada día está más lejos de ser recuperable. La antigua prisión provincial, retrato de la ciudad que fue, se muere a plena luz del día, junto a la historia que guardan sus paredes, frente a la Torre de Hércules.

Camas con sábanas en una de las estancias.   | // / CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA

Camas con sábanas en una de las estancias. | // / CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA / Marta OTero Mayán

Cronología del desgobierno

La situación actual es el resultado de un conflicto que presenta varios episodios. El penal de la Torre, abierto en 1927, dejó de tener uso penitenciario en 1998, cuando pasó a convertirse en centro de inserción social para presos que solo acudían a pasar la noche. Mantuvo esta función hasta 2009, una vez construido un recinto con este mismo uso en las inmediaciones. La Sociedad de Infraestructuras y Equipamientos Penitenciarios y de la Seguridad del Estado (Siepse), propietaria del inmueble, lo cerró en 2012 ante el grave deterioro. Solo ha tenido puntuales usos cívicos durante el mandato del Gobierno del PSOE y el BNG (2007-2011) y posteriormente en el de Marea (2015-2019). El Gobierno socialista de Francisco Vázquez firmó hace 17 años un acuerdo para que la cárcel provincial pasase a manos municipales, para lo cual el Concello debía pagar 1,2 millones de euros. El Gobierno del PP inició en su mandato (2011-2015) el recorrido judicial para recuperar a coste cero el viejo penal de la Torre. Para ello, propuso modificar el convenio de 2005 mediante una revisión de oficio por entender que el acuerdo era lesivo para los intereses municipales. Las alegaciones de la Siepse fueron desestimadas por el Gobierno local, que acordó a final de 2014 declarar la nulidad de pleno derecho del convenio suscrito por el Concello con el Ministerio. Tras varios vaivenes judiciales, la Audiencia Nacional resolvió en 2016 anulando la resolución municipal y obligando al Concello a pagar para recuperar la cárcel.

La garita en la nave central de la prisión   | // / CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA

Vista del patio a través de una ventana. | // / CASTELEIRO/ROLLER AGENCIA / Marta OTero Mayán

En 2015, con Marea Atlántica en la Alcaldía, el Concello planteó al Estado una cesión temporal de la cárcel para que la instalación acogiese actividades vecinales y culturales mientras la titularidad seguía debatiéndose en los tribunales. La Siepse aceptó, aunque acordó repartirse al 50% con el Gobierno local el gasto de 300.000 euros en la rehabilitación de parte del inmueble, que entonces presentaba un deterioro mayor. Proxecto Cárcere, un colectivo surgido en 2010 que defendía la recuperación de la prisión para uso ciudadano, ganó en 2017 un concurso promovido por el Ejecutivo local para encargarse de su gestión temporal, un proceso polémico porque el grupo municipal del PP acabó llevándolo a los tribunales por supuesta adjudicación irregular. Proxecto Cárcere inició su gestión en el verano de 2018, que finalizó a los cuatro meses al advertir la Xunta al Concello que se habían realizado obras no autorizadas en el edificio.

Con la cárcel cerrada desde enero de 2019, el Tribunal Supremo puso fin a la pretensión municipal de recuperar su titularidad sin coste. Una sentencia firme de mayo de 2020 ratificó el fallo de la Audiencia Nacional de cuatro años antes y tumbó el recurso de casación al considerar que el Concello incurría en contradicciones por adoptar decisiones que hacían efectivo del convenio de 2005 al mismo tiempo que solicitaba su anulación para evitar el pago de los 1,2 millones. Ayuntamiento y Estado acordaron en 2021 iniciar una negociación para determinar el cumplimiento de la sentencia. El proceso fue archivado provisionalmente y en las conversaciones se planteó la aplicación de una quita de medio millón de euros que no liberaba al Concello de tener que pagar 2,3 millones por obtener la titularidad del edificio, que incluye 1,1 millones en intereses, una cantidad que aún debe ratificar un procedimiento civil. La corporación municipal votó en contra del pacto y tumbó el acuerdo, bajo la premisa de que el Concello no debe pagar por la prisión.

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