Visita al universo Irving Penn en A Coruña, la cámara que lo cambió todo

La muestra abrirá al público este sábado 23 de noviembre en el muelle de Batería

Conocemos los secretos de la exposición 'Irving Penn: Centennial' en A Coruña

Carlos Pardellas

A Coruña

La cámara siempre me ha producido gran asombro. La admiro por el instrumento que es, en parte Stradivarius, en parte bisturí. La cita, escrita en la pared, da la bienvenida a los visitantes que llegan a la muestra de Irving Penn: Centennial,que hablan de la concepción que quien la dijo tenía de su oficio: parte manual, como todas las artes, pero indisoluble de la mirada propia del creador. La muestra, que abre hoy sus puertas en el muelle de la Batería, permite ir conociendo, poco a poco, estancia a estancia, al fotógrafo estadounidense Irving Penn, protagonista de la retrospectiva que la Fundación MOP ha promovido en unas instalaciones, diseñadas por la arquitecta Elsa Urquijo, que van incorporando nuevos elementos en cada muestra. En esta ocasión, la gran novedad es una espectacular biblioteca circular construida en uno de los silos portuarios que conserva el conjunto, que hacen, una vez más, de cafetería y tienda de recuerdos.

Comisariada por Jeff Rosenheim, que ejerció de magistral guía en una exposición pensada para el Metropolitan Museum de Nueva York y que ahora salta el charco, Irving Penn: Centennial ofrece un ambicioso recorrido por toda la producción de un obrero de la fotografía, cuya impronta cambió para siempre los códigos de la moda y el marketing de su tiempo. El recorrido deja espacio para todas las facetas de un creador honesto, inconformista y en continua metamorfosis; que posaba su foco sobre cuerpos disidentes, culturas ancestrales, rostros legendarios, y que sabía sacar la belleza incluso de las colillas que alguien tiró alguna vez al suelo. «Se convirtió en el mejor en su campo. Estuvo seis décadas en Vogue, pero siempre tuvo claro que él era un artista, que su medio de arte eran las copias impresas. Creía que las fotografías debían ser objetos que se pueden tocar, algo físico», cuenta Rosenheim. 

La muestra no deja huecos en blanco en la trayectoria vital del fotógrafo. De sus primeras imágenes inspiradas en la fotografía documental americana en los precoces años 30; la figura esculpida de la madre de su hijo, la modelo sueca Lisa Fonssagrives-Penn, los ademanes imperfectos de Elsa Schiaparelli o los bodegones de objetos cotidianos con los que rompió los esquemas de lo que se supone que debe ocupar la portada de una revista de moda. La muestra invita al visitante, de alguna manera, a posar también para el fotógrafo, e incorpora un «rincón» que emula a la esquina en la que Penn captó algunas de sus instantáneas más icónicas. «Él ponía a los famosos en ese rincón. Nada de sofás sofisticados, candelabros ni nada de eso. Su idea era minimalista, ninguna foto se parecía al resto», completa Rosenheim. Sus retratos parecen salirse del marco: de la mirada directa de un hierático Pablo Picasso, que se clava directamente en el ojo del espectador —el asistente de Penn tuvo que saltar la valla de la casa del pintor para convencerle de que posara— a los ojos cerrados del escritor Truman Capote. Con Marlene Dietrich le costó un poco más: la diva no estaba acostumbrada a recibir indicaciones, pero, aun así, Penn le arrancó una de sus mejores estampas. 

La joya de la corona de la muestra, no obstante, no es una mirada, ni una copia impresa, ni una silueta imposible. Es un fondo. El telón original, pintado a mano por el propio Penn, que no renunciaba al carácter manual de su disciplina. Su objeto más fotografiado: sobre él posaron muchos de sus retratados. «Penn creó este fondo en París para su primer trabajo para Vogue. Este objeto atesorado tantos años ha venido ahora A Coruña para todos ustedes. Lo pintó para verificar que no había nada encima que lo distorsionaba», narró el comisario.

Entre los primeros visitantes a la muestra coruñesa se encontraba un discreto Tom Penn, hijo del artista y testigo excepcional de algunos momentos irrepetibles en su trayectoria, como los que le llevaron a buscar nuevos rostros que retratar en Marruecos, Nueva Guinea o Benín, un trabajo etnográfico que deja testimonio de formas de vida que ya no existen. «Es importante que la gente sepa que lo que a él le interesaba conservar era la integridad de los pueblos. Quería registrarlos, inmortalizar el futuro», cuenta su hijo, que destaca la «conexión silenciosa» que se trazaba entre el fotógrafo y quienes posaban para él, que era capaz de tumbar incluso la barrera del idioma y el choque cultural. La madurez del creador, que se adivina al tiempo que se recorren las estancias que conforman la muestra, culmina en la última sala, donde los rostros humanos —los de Zaza Hadid o Richard Avedon— miran de frente a una pared cubierta de fotos de colillas que el mismo Penn recogía del suelo, primeros planos de flores semimarchitas o chicles pegados a la acera, que «posaron» para él en los últimos años de su carrera. La interpretación y el simbolismo de esas figuras retorcidas e hiperampliadas queda a criterio del ojo del espectador. «Demostró que para hacer fotos no necesitas mucho, si tu cabeza está sincronizada con tu artista interior». 

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