Recuerdos de un icono del Cantón Grande: "A las cinco, en el Avenida"
El cine Avenida fue, cuando abrió en 1941, el más moderno de Galicia, pensado solo para ver películas, así que se convirtió en el preferido de jóvenes y mayores. Se hizo para siempre un hueco en la memoria de clientes y trabajadores. Algunos de ellos lo recuerdan para este diario con motivo del final de su rehabilitación

Carlos Lojo, ante la fachada del cine Avenida, en el que trabajó «de todo». | Iago López
María Jose Plana se acuerda de la película que no vio en el cine Avenida. Ponían Alguien voló sobre el nido del cuco y ella intentó por primera vez hacer lo que sus amigas habían conseguido en muchas ocasiones: colarse diciéndole al portero que se había olvidado en casa el carné. No lo convenció y se quedó fuera. Ella, como tantas otras chicas de su edad (ahora han pasado la barrera de los 60 años), tenían el Avenida como punto de encuentro y, si tenían dinero —o suerte—, entraban a ver una película y si no, paseaban por los Cantones, iban hasta el final de la calle Real y volvían. «Los domingos solo veías cabezas», recuerda, ella, a quien su padre le daba cien pesetas y le decía de broma: «devuélveme 110», porque eran cuatro hermanos y el presupuesto no siempre llegaba para todo lo que les gustaría.
«A la derecha había una heladería y, a la izquierda, una joyería. Ahí mi madre nos había comprado a todos los hermanos la insignia de nuestra profesión. Todo eso fue desapareciendo», relata Plana, que recuerda entrar en el cine como quien entraba en la catedral.
Este edificio, obra de Rafael González Villar, abrió sus puertas en la posguerra y el edificio sustituyó al antiguo Teatro Linares Rivas, inicialmente Salón de Espectáculos Doré, del arquitecto Leoncio Bescansa, que fue derribado en 1937. Recuerda el capitán Perfecto López-Nóvoa Rey que el Avenida deslumbró desde su inauguración por su altura, porque para entonces «casi todas las casas del Cantón Grande eran edificios de galerías de tres y cuatro pisos», y este impresionaba con sus siete alturas.

La fachada del cine Avenida, ya reformada. / Germán Barreiros / Roller Agencia
En una de ellas vivió hasta que se tuvo que mudar en 2007 —porque el inmueble lo había comprado el creador de Inditex, Amancio Ortega, que posteriormente se lo vendió a Caixa Galicia y después pasó a Abanca— la pintora María Elena Gago, una de las grandes artistas plásticas de Galicia. Fue la última inquilina del número 7 del Cantón Grande. «Me produce melancolía irme de aquí, perder de vista la butaca donde se sentaba mi madre... Y tendré que llevarme la polilla a otro lado», decía entonces ella, que había sido la sensación de la calle cuando, de joven, se bajaba de un coche descapotable con su perrito bajo el brazo y la melena roja al viento.
Lugar de encuentro
En un mundo en el que no existían los teléfonos móviles y en los que llamar a casa de una amiga o un amigo implicaba que te pudiesen contestar sus padres, había otros códigos para estar en contacto sin necesidad de hablar y uno de ellos era el «a las cinco, en el Avenida». Lo recuerdan todas y cada una de las personas que vieron el cine en su máximo esplendor y también los que vivieron su declive. Y es que, ese «a las cinco, en el Avenida», suponía que allí habría siempre alguien esperando.
«Era un sitio muy fácil para encontrarse», explica Dolores Otero, que vivió siempre en el centro y que recuerda que el Avenida pasó a un segundo plano cuando abrió sus puertas el cine Riazor, en Rubine, porque era «mucho más grande» que todos los que le habían precedido. Sin embargo, siguió siendo esa suerte de sala de estar de los coruñeses, entrasen o no a ver una película.

El proyeccionista Marcos Eimil, con dos rollos de entradas y uno de los libros de registro de la última época del cine Avenida. / Germán Barreiros/Roller Agencia
Marcos Eimil dice con pena que él fue «cerrando los cines de la ciudad» porque era, al igual que su hermano, proyeccionista. Empezó en este sector «de casualidad» porque fue a pedir trabajo al teatro Colón y allí le dijeron que estaban buscando gente en los Equitativa [plaza de Vigo], que era de los mismos dueños que el Avenida, los Chaplin [ronda de Outeiro] y el Riazor. Eimil reconoce que hacía «un poco de todo» en el Avenida, desde poner las películas a espantar un murciélago que se coló un día en una sesión para revuelo del público y nunca dejó de maravillarse con el sótano donde estaba la caldera, porque cuando había marea alta y llovía mucho se inundaba, pero sin dejar de funcionar ni de calentar el patio de butacas. A pesar de ser testigo de su decadencia, para Eimil, el Avenida siempre fue «el cine» de su infancia. «Era el único que me gustaba, a parte del Coruña», confiesa y recuerda que, en los ochenta, la entrada valía poco más de cien pesetas (60 céntimos)», por lo que algún fin de semana también se coló con sus amigos en la sala.
A él, que era cliente habitual del Avenida, le vienen a la cabeza recuerdos bonitos, como el de ser testigo de la felicidad de mucha gente que amaba el cine, pero también de miserias que ahora ya le hacen gracia, como cuando, en la última etapa, con una patente falta de mantenimiento, la cabina de proyección se llenó de pulgas y a los trabajadores les picaban las piernas. «Mientras no se puso solución a la plaga, se hacía un camino con polvos insecticida desde el inicio de las escaleras hasta el proyector para poder poner la película», recuerda Eimil. En otra ocasión, con la proyección de Abajo el periscopio, empezó a llover y a caer agua del techo a las butacas, así que, los espectadores de esta película de submarinos vivieron casi una experiencia interactiva. Y tiene la suerte de haberse metido en lugares vetados al público, como la parte de atrás del palco, donde descubrió recortes de periódicos que decían que ahí había actuado Lola Flores acompañada de Manolo Caracol.
Los primeros besos
También el profesor de la Escola de Imaxe e Son de Someso —ahora jubilado— Ángel Cordero, que ha hecho memoria junto a sus amigos y a su pareja, recuerda que el cine Avenida era un sitio para quedar con las chicas y darse los primeros besos y que el ambigú era mucho más «surtido y bonito» que los de otros cines. «Yo el único recuerdo nítido que tengo del Avenida es de la última película que vi, no por el título, ni por el cartel, sino por el músico, porque por primera vez reparé en James Newton Howard, que es uno de los grandes de la música cinematográfica y, desde entonces, lo persigo», confiesa.
Carlos Lojo entró en 1993 en la empresa que gestionaba estos cuatro cines de la ciudad y, aunque empezó rompiendo entradas, al final «hacía de todo», desde recoger la sala entre sesiones, a pedir silencio a los niños en la mitad de la proyección; también empalmaba la película cuando le avisaban de que se había roto o arreglaba el rollo cuando veía que se había resbalado y solo había imágenes en la mitad de la pantalla.
Fueron cuatro años de muchas horas de cine —normalmente, había función a las cinco, a las ocho y a las diez—, tantas que Lojo, cuando perdió el trabajo, perdió también la costumbre de ver películas en la pantalla grande y confiesa que muchas de las salas nuevas de la ciudad no las ha pisado.

Cantones / LOC
«Siempre había gente que se quería colar, te decían que te daban dos entradas y había solo una; había algunos que se peleaba en la puerta para meterse en películas buenas, cuando había mucha gente abríamos la puerta de atrás, que daba a la calle de la Estrella, y se nos intentaban colar por allí, otros se escondían en los servicios, aunque antes de que entrasen los siguientes siempre hacíamos un repaso por todo el cine, o detrás de la pantalla, porque la parte de atrás era hueca. Cuando llovía caía el agua... era nefasto aquello», enumera Carlos Lojo, que aún se acuerda de tener que despertar a más de uno y a más de dos que se habían comprado la entrada de «sesión continua» aunque en el Avenida no se cambiaba de película durante la tarde.
«Solo teníamos una máquina y cambiar la película entre sesión y sesión suponía tenerlas ya montadas en los discos y eso llevaba tiempo. En el Equitativa se montaban seis películas porque había seis máquinas y los que pagaban la sesión continua, en cuanto acababan una, empezaban otra», relata Lojo, que recuerda que las películas se rompían, sobre todo, cuando llevaban mucho tiempo o cuando eran muy largas y que, precisamente el Equitativa tenía una sesión los viernes, a partir de las doce de la noche, a la que los trabajadores le llamaban «la de dormir», porque pocos podían acabar la película con los ojos abiertos.
Sala de estrenos
El Avenida fue siempre una sala de estrenos y de cine comercial, así que, según recuerda el historiador y catedrático de Comunicación Audiovisual en la Universidad de Santiago, José Luis Castro de Paz, su cartelera era, sobre todo, de cine americano. Prueba de ello fue su estreno, el 16 de marzo de 1941, con la proyección de Vivir para gozar, de George Cukor.
«Abre en una época de esplendor del cine. En aquel momento y hasta los años 60, el espectáculo popular por excelencia era el cine. Tiene una vida longeva y desaparece igual que lo fueron haciendo otras salas, a medida que los cines se van de las ciudades y se instalan en los centros comerciales», relata Castro de Paz, cliente habitual del Avenida, ya que se crio en la calle Socorro.
«Es un edificio más moderno y menos engolado que el Colón, por ejemplo. En el momento en el que se inaugura es el más moderno de Galicia y con una amplia capacidad. Está en un edificio construido con aire racionalista, con ecos de art decó. Todavía conserva en su construcción ecos de la libertad republicana que desaparece en los años 40 y ahí se ven las películas de grandes cineastas, aunque durante los primeros años 40 también se ven películas alemanas», relata Castro de Paz, que hace hincapié en que, en la década de 1910 a 1920, estaba el Pabellón Lino, en los jardines, como precursor de los cines.

Cine Avenida / LOC
Le tomó el relevo el París, que alternaba variedades y películas, pero ya el Avenida se construyó como cine, poniendo atención a la pantalla y a la tecnología para que se viese y escuchase bien. En 1965, recalca Castro de Paz, se vendieron en toda España 400 millones de entradas y, de ahí, los resultados fueron ya hacia abajo. «La triste realidad es que, donde antes había cines, hay ahora bancos», concluye el profesor.
Capítulo tétrico
Como todos los edificios que han vivido tanto como las personas que los han habitado, el cine Avenida tiene también un capítulo tétrico, el del crimen perpetrado en uno de sus locales.
Corría el año 1998 y la sala había cerrado tan solo unos meses antes, con la proyección de la película En el amor y en la guerra, sin embargo, seguía la actividad en la joyería Arias, en el primer piso del edificio, justo encima de las letras rojas sobre fondo blanco del cartel del Cine Avenida. Allí, el 10 de septiembre de 1998, el joyero José Arias mató a Iván Castro, de veinte años, un chaval al que conocía como cliente pero que, ese día, acudió a la tienda decidido a perpetrar un atraco. El cuchillo que llevaba para amenazar a su víctima, lo cogió el joyero en un despiste y se lo clavó en el costado, provocándole la muerte. El jurado popular lo declaró no culpable, al entender que había reaccionado movido por un miedo insuperable. Un final de cine.
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