Los juegos en Os Mallos sin asfaltar
gema tomé romaní
Nací en la calle Monforte, en donde viví hasta los ocho años para mudarnos seguidamente a la calle Santander y, tiempo después, a Oidor Gregorio Tovar. Allí estuve residiendo hasta que me casé. Tengo una hija llamada Gema, que ya me dio dos nietos, llamados Mauro y Adriana. Mis padres, ya fallecidos, se llamaban Antonia y Abelardo. Él fue una persona muy conocida en la ciudad por ser un gran jugador de ajedrez en los años sesenta y ganar muchísimos premios y medallas con el equipo del Circo de Artesanos, además de trabajar en el ICONA. Mi madre, Antonia, se dedicó a las labores de la casa y al cuidado de sus cinco hijos. Poco antes de casarse, mi madre estaba preparándose para entrar como una de las primeras telefonistas de la ciudad en la primera central de Telefónica que hubo, en la calle San Andrés. Ahí sigue el edificio en la actualidad.
Mi primer colegio estaba en la calle Noia y a él fuimos todas las hermanas. La profesora y la directora, Doña Concha, nos daba leña por cualquier tontería, era mala como el hambre. Recuerdo que un día me dio una bofetada de tal categoría que tuvo que ir mi madre a llamarle la atención y decirle que para sopapos ya estaba ella. También la profesora tenía una regla y una varita de madera fina que solía usar con todos, dándonos con ellas en las palmas de las manos y en el culo. También nos castigaba poniéndonos de pie un buen rato mirando al encerado.
En este colegio tuve como compañeras y primeras amigas a Rosita, Mari Pili, Elena, Conchita, los hermanos Santo Domingo, los Pardellas, los Briones, los Longueira y los Arias. De todos estos tengo un grato recuerdo, de nuestros primeros juegos por todas las calles de los alrededores, la mayoría sin asfaltar. La suerte que teníamos es que apenas había coches y los pocos que pasaban, ya los conocíamos. Lo que más pasaba por las calles eran los carros de gaseosas, la lejía y el hielo, que iban tirados por caballos.
En invierno, cuando llovía, muchos solíamos jugar en los portales de las casas o bien en las casas de las amigas. El caso era pasarlo bien y disfrutar, jugando con lo poco que teníamos. En esta época, tener una simple muñeca o algún juguete era todo un lujo, y había que esperar a los Reyes Magos o a los cumpleaños o santos para tener la suerte de que trajeran algún regalo de los que soñábamos. También coleccionábamos postalillas, cambiábamos tebeos entre las amigas… En esta época de los cincuenta y sesenta estaba de moda, cuando bajabas con la familia al centro, ir a coger algunas rifas a la Tómbola de la Caridad que durante muchos años se instaló en los jardines, frente al cine Kiosco Alfonso. Las rifas, además, traían postalillas en el sobre y valían para coleccionar en un álbum que regalaban. Tengo que decir que a mi familia le tocó un reloj, un joyero de piel y un juego de café durante todos los años que estuvo esta tómbola.
En edad quinceañera, ya bajaba al centro con mi pandilla formada por María José Baltar, Amelia Otero, Adela Mejuto, Roberto Pardo, Fernando Rey, Eduardo Castro, María Luz Tobío y Eduardo Labrador. Por las mañanas, cuando bajábamos al centro, lo que hacíamos era pasear por los Cantones, la calle Real y la calle San Andrés, para ver a los chicos, que también hacían lo mismo que nosotros, gastar suelas. Luego por la tarde tratábamos de ir al cine o a algún baile o guateque que hacían los amigos. En esta época hice el Bachiller en el colegio de la Caja de Ahorros, que me valió para empezar a trabajar en un hotel con 17 años, después en Intelsa, en Sabón, y finalmente, en el Banco Pastor.
En la época de verano toda la pandilla solíamos ir a las playas de Riazor, As Xubias, Santa Cristina y, la más lejana para nosotros, Sada, a la que íbamos en el Tranvía Siboney. Al baile de los mocitos, en el Circo de Artesanos, el Playa Club o el Finisterre teníamos que ir acompañados por algún familiar, a los que llamaban carabinas. Gracias a Dios, en los años setenta, las mujeres podíamos tener más libertad para disfrutar de la vida. Cuando llegaban las fiestas de verano de A Coruña, solíamos bajar a ver las traineras y tratar de ver a Franco y su mujer y a todos los escoltas que les acompañaban. Recuerdo que los muelles estaban a tope de gente. Cuando terminaban, nos dábamos un paseo, nos tomábamos un café o unos calamares, y vuelta para casa, para lo que a veces cogíamos el trolebús de dos pisos.
También me acuerdo de las carreras de motos que se hacían en los Cantones, los grandes premios, y después las carreras de Vespas en los setenta y ochenta, a las que bajaban cientos de coruñeses, al igual que a las procesiones de Semana Santa. También me viene el recuerdo de cuando nos llevaban a comprar calzado a la tienda de Segarra, en la calle Real y te encontrabas con infinidad de conocidas acompañadas de sus madres. Al salir, nos dejaban ir a mirar los escaparates de las jugueterías como Moya, Tobaris, Arca de Noé y otros comercios más. Te pasabas horas mirándolos, deseando tener el juguete o muñeca que más te gustara.
En la actualidad me dedico, como una abuela más, al cuidado de los nietos cuando me lo pide mi hija, cosa que agradezco. También asisto a distintos actos que organizan asociaciones culturales de A Coruña y me suelo reunir con colectivos de venezolanos.
Recuerdo con nostalgia mis años de niñez y juventud y lo bien que lo pasábamos con total tranquilidad, sin las prisas que hay ahora, cuando la juventud no da el valor a las cosas que nosotros le dábamos en nuestra época.
Testimonio recogido por Luis Longueira
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