Elena, coruñesa tutelada por Menores en los 90 que sufrió maltrato: «Me pegaban con toallas mojadas»
Elena Fariña entró en 1987 en el internado de las Inmaculadas, en Puerta Real, tutelada por Menores. Allí, lejos de encontrar un hogar vivió siete años de malos tratos y humillaciones. No supo qué era vivir sin miedo hasta pasada la veintena. Este martes, junto a otras supervivientes comparte su historia en la casa Casares Quiroga

Elena Fariña, en Meicende. / Casteleiro
La primera vez que Elena Fariña fue a una tienda para comprarse ropa que le gustase tenía más de veinte años y un sueldo que ganaba como asistenta interna en la casa de una familia, la primera que la trató bien. Hasta entonces, solo se había puesto lo que otras personas donaban y el mandil amarillo de cuadros del uniforme de limpiar de las Inmaculadas y siempre con una coleta. «Fui a El Corte Inglés y me compré unos Levi’s, una cazadora de cuero y un cinturón, que ya está destrozado, pero que aún conservo», dice esta mujer que, por primera vez, este martes hablará en público de su (no) infancia y de su adolescencia marcada por los malos tratos.
Lo hará a partir de las 18.30 horas, en la Casa Museo Casares Quiroga, junto a otras supervivientes del Patronato de Protección a la Mujer en A Coruña, en una jornada organizada por Belén López Cillero, que impulsó una investigación sobre esta entidad franquista creada en los años cuarenta, pero que se mantuvo activa hasta los noventa.
«Yo siempre estuve callada, en segundo plano, pero yo creo que es ya es el momento de que se sepa la verdad», dice despojada de todo el miedo que se le fue metiendo en las entrañas desde que, con once años, entró tutelada por Menores en el colegio de las Inmaculadas, en 1987. Cuando le dijeron que se iban con las monjas no le pareció tan mal, pensaba que le iban a dar una educación y que, probablemente, tuviese más oportunidades en la vida estando allí que con su familia que, por aquel entonces, estaba completamente desestructurada.
Un día me supe la lección y la hermana Gimeno me pegó y me dijo: «la letra con sangre entra», no se me olvida
A Elena hay nombres que no se le olvidan, uno de ellos es el de la hermana Olegaria que, en su primera semana en la residencia, le mandó abrir el armario y, al ver que la ropa estaba arrugada y mal colocada, «cogió una regla de las que usaban en las clases de corte y confección, pegó en la mesa» y le dijo: «la próxima, ya sabes lo que te espera». Ahí, confiesa Elena que se dio cuenta de que le iban a pegar, no sabía cuándo, pero que los malos tratos iban a llegar.
Nada mejoró con el paso de los días. «Había unas órdenes muy estrictas, teníamos que levantarnos a las siete de la mañana, ducharnos, hacer la habitación, ir abajo al desayuno (porque las internas estaban en el octavo y el noveno), si te tocaba recoger el comedor, tenías que recoger el desayuno, subir a la habitación, limpiar, poner la lavadora, lavar la ropa interior en el pilón, ir a clase... Yo, con once años, no daba para tanto y, después, aún teníamos que hacer estudio con la hermana Gimeno pero yo a esas horas, ya no podía más y, muchas veces, me quedaba dormida», recuerda Elena. Un día suspendió un examen. «No me acordaba de la lección, porque me había tocado comedor el día anterior y estaba cansada» y, entonces, la hermana Gimeno la castigó estando todo el día de pie en las ventanas que dan a La Marina y en un momento en el que la venció el cansancio y se sentó le dijo unas palabras que no se le olvidarán jamás: «A partir de ahora, te vas a saber siempre la lección porque la letra con sangre entra» y le dio con la cabeza en la mesa, haciéndole un chichón en la frente que la acompañó durante días.
Tenía compañeras que iban a las Oblatas y volvían con el cuerpo lleno de moretones
«Tenía once años, pero empecé a rebelarme porque yo pensaba: ‘a mí no me va a pegar nadie’ y un día me dijeron que había que rezar el rosario y yo me negué, entonces, me dijeron que no me preocupase, que iba a pasar un día especial». La sorpresa que le esperaba no era otra que fregar el suelo de rodillas, con jabón Lagarto derretido y, cuando pasadas las dos de la mañana se le empezaban a hacer llagas en las rodillas, una de las monjas le dio unas guatas con gomas y le dijo que se las pusiese. «Y seguí fregando», reconoce Elena. Al día siguiente, como no fue capaz de despertarse a la hora marcada, le tiraron agua en la cama y la obligaron a meterse en la ducha y, allí, la hermana —que así estaban obligadas a llamarlas— le pegó.
En aquel momento, en el centro había niñas que estaban internas pero que los fines de semana se iban con sus familias y a las que, según recuerda Fariña, las monjas no trataban de una forma tan denigrante y, después, estaban las que, como ella, estaban tuteladas por Menores y que no tenían a dónde ir ni quien las defendiese y con las que los malos tratos y las humillaciones se agravaban. A pesar de que Elena estuvo siete años en las Inmaculadas, rebelarse en conjunto con sus compañeras no era una posibilidad porque las separaban —hubo una época en la que solo estaba ella como tutelada— y las enviaban a otros centros algunos, incluso, peor que el de Puerta Real. «Tenía compañeras que iban a las Oblatas y volvían con moretones por todo el cuerpo», confiesa.
Un día, Elena tuvo que ir a Menores y les contó todo lo que pasaba en la institución y, a la vuelta, otra vez la hermana Olegaria en la habitación. «Me pegó con toallas mojadas y me dijo que a partir de entonces, nadie me iba a creer porque las toallas mojadas no dejan marca. Ahí me di cuenta de que tenía que acatar las normas», relata Fariña con resignación porque se supo en el eslabón más débil de toda la cadena. No fue el único momento, pasados los años, una monja le reventó la boca con la regla al haberle encontrado tabaco en la habitación. En Menores, la religiosa contó que había tenido catarro y ella no la desmintió, «¿para qué?».
Eran ya los años noventa, así que, según explica Elena, algunos de los funcionarios que hicieron la vista gorda en su caso siguen todavía en los despachos de Menores. «Uno me reconoció y me dijo que cómo me había cambiado la vida y yo le contesté que sí, pero que no había sido gracias a él», confiesa esta mujer, que recuerda haber celebrado el fallecimiento de esas mujeres que tan mal se lo hicieron pasar.
Elena cuenta los episodios más graves, como cuando un día no le entraban los garbanzos que había en el plato y, desde el viernes hasta el domingo la tuvieron en las Adoratrices, metida en una habitación con un colchón tirado en el suelo sin comer, sin asearse, «sin nada», pero según profundiza en su propia historia deja entrever otras humillaciones que, por cotidianas, ya ni las destaca, como los castigos con los brazos en cruz cargando libros en las manos, la falta de intimidad en las habitaciones, las compresas contadas o la revisión de su propio cuerpo, para comprobar que se habían depilado las axilas porque en eso, como en tantas otras cosas, tampoco tenían elección.
Recuerda a la hermana Asunción como «la buena» porque no les pegaba, aunque las humillaba constantemente. «Nos mandaba a pedir fruta al mercado y nos decía que ahí íbamos las apestadas. Para mí era una vergüenza. La hermana Rosa nos mandaba limpiar la portería y nos tiraba el jabón, que hacía espuma y era imposible de quitar. Los adolescentes eran crueles y nos decían que éramos las abandonadas, la hermana Esperanza llevaba el servicio doméstico y, cuando ibas con ella por la calle tenías que ir con la cabeza agachada y no mirar para los hombres», recuerda Elena que, de muy de vez en cuando, encontraba un oasis de paz y cariño en sus abuelos y que, si echa la vista atrás solo tuvo un buen verano, el que pasó en Bañobre tras aprobar el curso. «Fue un verano en el que no me pegaron», confiesa.
El día que cumplió 18 años, Elena había hecho ya lo posible por adaptarse «al calvario» que le había tocado vivir y estaba estudiando un curso de auxiliar de Jardín de Infancia. Pensaba que la dejarían acabar pero la hermana Asunción la llamó al despacho y le dijo que recogiese sus cosas y se fuese, que Menores ya no sufragaba su estancia allí y tuvo que salir al mundo exterior, sin saber muy bien qué era lo que le esperaba, sin saber cómo era sentirse querida. «Y me fui con el primero que me abrió la puerta», confiesa, porque hasta que pasaron los años y dejó esa relación destructiva y entró a trabajar interna con una familia «extraordinaria» y conoció a quien ahora es su marido y con quien ha formado una familia nunca supo qué era vivir sin miedo, en calma y sin golpes.
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