«Me enamoré de la fotografía en el laboratorio de revelado»
Siendo muy joven, sus padres le regalaron una cámara y Alberto García-Alix agotó un carrete, después, se fue de casa y solo se enamoró de la fotografía cuando entró en el laboratorio. Desde entonces, el idilio sigue

Alberto García-Alix, este viernes, en Juana de Vega. | / Casteleiro
El fotógrafo Alberto García-Alix participó este viernes en la programación del premio Ksado, con un taller en el Ágora, en el que compartió sus técnicas y sus anécdotas con cientos de aficionados y profesionales, ávidos de seguir sus consejos.
¿Cuándo fue la primera vez que cayó una cámara de fotos en sus manos?
En 1975.
¿Fue un flechazo?
No, tardé un poco en enamorarme. Me pilló muy joven, no había entonces mucho conocimiento de la fotografía, para un chico que empezaba, como yo, no había escuelas ni formación. Yo me enamoré de la fotografía en el laboratorio. El poder volver a ver algo que habías visto me parecía mágico. Ahora que estamos sobresaturados de imagen y que hasta un zapato hace fotos... No, entonces había cierta magia en los resultados. Había una química, un laboratorio, una artesanía necesaria para conseguir sacar lo que habías visto.
Y dependiendo de los químicos que utilizasen y del tiempo de exposición podían tener unos buenos resultados o desastrosos...
Al principio ibas sintiendo emociones diversas en el laboratorio. Poco a poco me fui sintiendo propietario de mi mirada. Hacia el año 1981, ya era consciente de la independencia de la mirada. Yo no vivía de la fotografía, no vendía fotos, las hacía, nada más. Para los fotógrafos de aquella época yo no era nada más que... lo que fuera.
¿Un intruso?
Algo mucho peor. A ver, yo era un rockero vestido de cuero, que iba todo el día pasado y ellos pensaban que qué fotos iba a hacer yo. Lógico. Lo que importa es que yo rápidamente fui consciente de la independencia de la mirada. Yo decido cómo y dónde mirar, punto pelota.
Lo primero que nos viene a la cabeza cuando hablamos de su fotografía son los tatuajes, las motos, la movida, ¿se reconoce?
Pues no. El primer carrete de fotos que hice era sobre motos y llegué a la fotografía en un circuito de motocross, porque mi hermano gemelo, Alfredo, era muy buen piloto. Tenía un amigo que le hacía de técnico, porque esas motos hay que cuidarlas mucho, cambiarles la cadena y esas cosas... y él tenía una Leica y venía los miércoles o los jueves a casa y traía las fotos que había hecho. Yo quería una cámara y mis padres me la regalaron, pero solo usé un carrete, después me escapé de casa y nada volvió a ser lo mismo.
¿Y se llevó la cámara?
Sí, pero no la usaba. No tenía quien me estimulase, hasta que conocí a un chico que hacía fotos y nos fuimos a vivir al Rastro en el año 1976. Como él hacía fotos, montó un laboratorio en casa y, por encontrar algo que hacer, entré en ese laboratorio pero, para poder revelar, necesitaba película, así que, salí a hacer fotos para poder entrar de nuevo al laboratorio. Lo de los tatuajes vino más tarde. En aquel momento hacía fotos de mi vida y de la droga.
En aquel momento los tatuajes eran una rareza, ahora lo que es raro es encontrar a alguien que no tenga uno, ¿le siguen interesando como recurso fotográfico?
Yo me siento culpable de haber traído tantos tatuajes a España. Creo que fui de los primeros jóvenes que llevó tatuajes, porque yo hice la mili en la brigada paracaidista y de noche veía cómo se hacían los tatuajes los chicos, pero eran cosas como el símbolo de La Legión o el típico amor de madre y a mí eso no me gustaba. Yo era rockero y quería tatuaje bueno.
¿Cuál fue el primero que se hizo?
En el año 1979 me hice uno en el brazo que ponía: Don’t follow me, I’m lost.
¡Qué chulo!
De chulo, nada. Para tatuarte eso tienes que saber que estás muy perdido y yo lo estaba. A mí el tatuaje me gustaba más antes, cuando tenía un significado, ahora se ha convertido en la decoración del cuerpo. Se ha frivolizado. Yo monté el primer estudio de tatuajes de Madrid, aunque después me salí del negocio.
La fotografía es una de las artes que más ha evolucionado en los últimos años gracias a la tecnología, se ha democratizado hasta el punto en el que casi nadie sale de casa sin una cámara, ya sea en el móvil o en otro dispositivo, ¿cómo vivió usted esos cambios agigantados?
Yo soy un dinosaurio, trabajo en analógico, y eso ya no tiene ni pies ni cabeza. Es muy lento, muy caro, no da la calidad de un móvil, ni la rapidez. El digital es todo limpio y recortado, todo es perfecto, pero el analógico mantiene, por así decirlo, un ruido, siempre hay defectillos. Mantiene más poesía que las nuevas tecnologías. Yo tiro aquí unas fotos y, a lo mejor, tardo una semana en revelar el carrete. Esa semana me permite soñar con lo que vi. Con una cámara digital, como soy un permanente insatisfecho, estaría revisando todo el tiempo y viendo si acerté. Con el analógico tengo doce fotos en el carrete y cada foto tiene que ir como tiene que ir.
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