Fue la última inquilina del edificio del cine Avenida, en el número 7 del Cantón Grande coruñés. Le había costado irse de allí cuando Amancio Ortega se hizo dueño y señor del inmueble. Había pasado toda su vida en esa casa, por cuyas ventanas veía la bahía y los jardines de Méndez Núñez y del Relleno, y en 2007, tuvo que dejar el espacioso piso, donde también tenía su estudio, para irse a un pequeño apartamento en el que apenas podía pintar. Ni pintar, ni moverse, aquella temporada que pasó en silla de ruedas a causa de una mala caída. Pero, en cuanto se recuperó, María Elena Gago, fallecida el miércoles, se fue a un piso grande, como le gustaban a ella, y recobró la alegría y las ganas de seguir pintando.

Meses antes de abandonar la casa del Avenida, en abril de 2007, tuvo ocasión de volver a exponer en el Kiosco Alfonso, donde ya había mostrado su obra veinte años antes.

El pintor Alfonso Abelenda, todavía impresionado por la noticia de la muerte de su amiga y admirada colega, recuerda esa exposición: "Me sobrecogió ver cómo su última obra comunicaba una gran soledad".

Hoy, a las 12.30, será enterrada en el cementerio de San Amaro y a las nueve menos veinte de la tarde se oficiará un funeral en la iglesia de Santa Lucía.

"Ella, que era tan vital y activa, estaba sola. El cambio de casa y de ambiente y la caída tuvieron que ser un palo tremendo para ella", dice Abelenda, que siempre admiró "su talento extraordinario, su ingenio y su enorme simpatía", y la considera "la mejor artista gallega de su generación".

Abelenda destaca la "valentía", la "independencia" y el carácter indomable de María Elena Gago, que no se plegó a las modas de sus contemporáneos y que, a través de sus cuadros figurativos y de su dominio de la luz y el color, creó un mundo propio, intimista y lírico, con atmósferas llenas de soledad y de melancolía, que al mismo tiempo suponían una racional construcción del espacio: estancias sin figuras humanas, sombras luminosas, cuartos con camas vacías, ventanales atravesados por haces de luz o los esqueletos industriales que vieron un pasado mejor que aparecían en su última producción.

María Elena Fernández-Gago, nacida en la segunda mitad de los años treinta -presumía de no tener edad- pertenece a la generación de artistas gallegos que hicieron de puente entre la vanguardia histórica (Maruja Mallo, Julia Minguillón, Colmeiro, Seoane o Souto) y la renovación de los años cincuenta y sesenta (María Antonia Dans, Mercedes Ruibal, Victoria de la Fuente, Lago Rivera, José María de Labra, Luis Caruncho, Tenreiro o Alejandro González Pascual).

Su obra -siempre valorada por la crítica: Camilo José Cela, Álvaro Cunqueiro, Miguel González Garcés, Raúl Chavarri, Moreno Galván- figura en los museos y las colecciones más importantes de Galicia y fue expuesta en distintas ciudades, tanto en España como en el extranjero.

En vísperas de inaugurar su última exposición, se mostraba preocupada por los cambios que había introducido en su técnica, ahora más pictórica. "No sé si gustarán", le decía a Pedro Vasco, presidente de la Asociación de Amigos del Museo de Belas Artes, quien lamenta que tanto Gago como otras grandes figura del arte gallego de su generación "no sean más conocidas en el resto de España". Vasco considera que Gago "es una de las más grandes" de la plástica gallega y destaca el "realismo tan personal" de su obra, su "elegancia" y la dimensión "metafísica" de sus espacios y de sus atmósferas.

Empezó mostrando su obra hacia finales de los años cincuenta. "Era una explosión de color", rememora Abelenda, "y fue cambiando pero siendo siempre ella, con una forma de pintar muy suya".

"Tenía una gran personalidad", recuerda el pintor, "era como un duende. O como una sirena. Tuvo una vida muy intensa y no paró, siempre fue de un lado para otro".

"Me produce melancolía irme de aquí, perder de vista la butaca donde se sentaba mi madre", decía a este periódico en junio de 2007, días antes de dejar la casa del Avenida y en vísperas de la exposición del Kiosco: "Ahora soy más sobria, y aún quiero eliminar más cosas".

Hay una imagen imborrable de María Elena: saliendo de su casa del Cantón para meterse en un choche descapotado con su perrito bajo el brazo, subida a unos altos y finos escarpines, pantalón ceñido, por encima del tobillo, y la gran melena roja. Era la imagen del cosmopolitismo en aquella Coruña provinciana y gris. Parecía Brigitte Bardot, aunque ahora se asemejaba más a una madura Rita Hyworth.