Recuperar la memoria. Una identidad sepultada bajo el franquismo imperante en la noche de piedra de la dictadura o desperdigada en la entonces próspera y acogedora América. Esa fue la divisa del emporio cultural y empresarial que Isaac Díaz Pardo promovió en 1949 con el pretexto de la creación de una fábrica de cerámica en la localidad sadense de O Castro de Samoedo, apropiadamente cercana a un enclave arqueológico celta e irónicamente vecina de la residencia de verano del dictador en Meirás.

El renacimiento de la antigua empresa ilustrada del marqués de Sargadelos se fraguó en A Coruña, desde donde se planearía la apertura de una segunda factoría en la Mariña lucense -en la propia localidad de Sargadelos- sobre los rescoldos del ingenio industrial del pionero marqués en los aperturistas años 60, cuando el franquismo empezaba a descomponerse.

La caída del caballo de Isaac se produce unos pocos años después de la puesta en marcha de la industria de O Castro, durante un viaje a América en 1955. El reencuentro con la Galicia culta y creativa en el exilio -especialmente con Luis Seoane, que tendrá un gran protagonismo en la creación en Sada del experimental Laboratorio de Formas, germen de todo el proyecto posterior de Sargadelos- lo será también con sus cercanas y trágicas vivencias de la Guerra Civil hasta entonces necesariamente arrinconadas para salir adelante: su apasionada defensa del Estatuto de Autonomía de 1936, el asesinato en Santiago de su padre, el gran escultor Camilo Díaz, en la atroz represión o la muerte de su madre cuando se escondía en A Coruña para salvar la vida. Su revancha no se cimentará en el odio -ni tampoco en la huida a un mundo mejor- sino en un paciente compromiso con el país hundido que comienza con una espartana preparación académica -fue uno de esos estudiantes que sacaba dos cursos por año- que culmina en un poco común reconocimiento como pintor, prestigio sobre el que se asentará la viabilidad de la primera fábrica de cerámica en O Castro.

La iniciativa con la que Díaz Pardo comienza a soñar en Buenos Aires con la plana mayor del galleguismo intelectual exiliado -Luis Seoane, Rafael Dieste, Blanco Amor, Lorenzo Varela, Arturo Cuadrado o Laxeiro- se basa en tres proyectos estratégicos. Una editorial, Edicións do Castro, que reconstruya la memoria perdida tras la Guerra Civil. Un museo que acoja a la vanguardia artística gallega igualmente truncada por la guerra. Y una industria -Sargadelos- que haga renacer de sus cenizas el viejo sueño de aprovechamiento integral de los recursos naturales gallegos ensayado por el visionario marqués a finales del siglo XVIII y arruinado por la decadencia decimonónica española. La empresa ilustrada, que con el tiempo será un hito económico, nacía en la España oscurantista.

El sueño sustentado por la intelligentzia gallega en el exilio será el detonante para que Díaz Pardo deje de lado una carrera personal como artista afamado incluso en el extranjero para embarcarse como alma máter en una aventura que cristalizará sobre todo en 1970 con la apertura de la segunda factoría de cerámica en Sargadelos. Es el mismo año en el que se inaugura en Sada el museo Carlos Maside con una colección estable que reagrupa a un movimiento renovador que hoy representa la columna vertebral de un arte gallego que hubiese quedado huérfano sin este empeño: Castelao, Souto, Maside, Colmeiro, Seoane, Fernández Mazas, Maruja Mallo, Eiroa, Francisco Miguel, Laxeiro o Torres.

Díaz Pardo se erige entonces en un puente entre Galicia y su modernidad perdida. La primera exposición está dedicada a Miró y Picasso. Cuando el mundo llora en 1973 la muerte de un genial Picasso que empezó a pintar en A Coruña, el Carlos Maside es la única institución gallega que organiza un acto en su recuerdo.

Con la llegada de la democracia, el factor industrial del viejo sueño será el de mayor relevancia, al conseguir sacar adelante con éxito una empresa manufacturera con una plantilla de centenares de empleados y extender fuera de Galicia el prestigio de una marca que tendrá su seña de identidad en una galaxia de galerías comerciales y culturales que mantendrán vivo en diversas ciudades su originario afán ilustrado.

Sargadelos se transformó en el código de barras de un país renacido, pero en el singular universo de su fundador nunca dejó de ser -y eso es parte de los conflictos sobre su legado- la herramienta para refundar aquel desaparecido Seminario de Estudos Galegos -una suerte de CSIC galleguista- malogrado por la guerra.

La diversidad de miras y de cambios accionariales al frente de Sargadelos precipitó en los últimos tiempos el apartamiento de Díaz Pardo de la dirección de la empresa que fundó y también desavenencias familiares sobre el destino de su importantísimo legado, parte del cual fue cedido por el propio Isaac a la Xunta para su custodia en el Gaiás, pese a la oposición de sus hijos, que optaban preferentemente por una fundación. Un amargo proceso crepuscular que saltó con crudeza a las páginas de los periódicos el año pasado.

Podría pensarse que Isaac Díaz Pardo vivió sus últimos años sumergido en el pasado. Pero este autor no olvida lo que el ahora desaparecido galleguista le comentó hace tiempo en la soledad de los archivos de aquel Instituto Galego da Información entre cuyos archivos residía Isaac como una reliquia más. "Nadie puede vengarse del pasado", decía, parafraseando a Heidegger.

Quizás por el peso de la responsabilidad histórica que se impuso desde muy joven, renunciando a la satisfacción personal de una carrera artística de éxito, Isaac Díaz Pardo fue un hombre de una tenacidad que rayaba a veces en lo obsesivo, pero siempre quedó redimido por un finísimo e inteligente sentido del humor.

En sus últimas horas, dejó un agudo ejemplo de su inconfundible sorna al bromear en el hospital con su hijo Xosé por la abrumadora atención médica: "O que eu preciso non son mediciñas pra vivir, senón pra morrer".