Ramón del Valle-Inclán, en vida, hizo de su vida una obra de ficción; tras su muerte, la realidad biográfica ha tardado en abrirse camino entre la anécdota apócrifa y el mito, y todavía no lo ha conseguido del todo. Un paso importante fue la publicación, en el 2008, del epistolario contenido en Valle-Inclán inédito, con un inteligente prólogo de Manuel Alberca. En las tertulias de café, en las abundantes entrevistas para revistas y diarios, el escritor se sentía en el escenario, era un personaje; solo en sus cartas privadas se quitaba la máscara, no hacía literatura, aunque seguía siendo muy celoso de su intimidad.

La historia que se cuenta en Ramón del Valle-Inclán y Josefina Blanco: El pedestal de los sueños es una triste historia, aunque no inhabitual: la de un divorcio conflictivo y un amor que se convierte en odio. Jesús Rubio Jiménez, con la colaboración de Antonio Deaño Gamallo, cuenta muy bien esa chirriante peripecia, dejando que hablen los documentos inéditos, pero no ofreciéndolos aislados y fuera de su contexto. Su edición de las 35 cartas que guardaba en su archivo Dionisio Gamallo Fierros, que constituyen la base del libro, resulta ejemplar. Lo que podía haberse quedado en un trabajo erudito de escaso interés se convierte en un apasionante relato protagonizado por una mujer vengativa y despechada, de la que hasta ahora sabíamos muy poco, Josefina Blanco, y en el que juega un importante papel Luis Ruiz Contreras, escritor resentido e intrigante, testigo principal de unos años cruciales de la literatura española. No novelizan ni fantasean los autores -que nos acaban de ofrecer otra muestra de su buen hacer en El camino de las letras, que recoge el epistolario inédito de Rafael Altamira y José Martínez Ruiz con Clarín-, no lo necesitan para conseguir, a base de pequeños detalles exactos, que leamos esta rigurosa investigación como la más apasionante de las novelas.

Josefina Blanco presumía de que a ella debía Valle-Inclán todo lo que había llegado a ser; sin su ayuda no habría pasado de un pintoresco figurón de escasa obra, como el Alejandro Sawa de la realidad o el Max Estrella de la ficción. Por él abandonó su exitosa carrera teatral (aunque nunca llegó a convertirse en una primera figura) para convertirse no solo en la madre de su abundante prole, sino también en secretaria, amanuense, correctora, administradora. Las estrecheces económicas, y unos patológicos celos, parece que acabaron con su equilibrio mental. No dudaba en escribir a todo el mundo lanzando diatribas contra el "tenorio averiado" de su marido ni tampoco en utilizar a sus hijos como arma arrojadiza contra él.

Cada vez más acentuada enemiga de la República, temiendo ser asesinada por los Albertis (así los denomina) en el Madrid de 1936, acepta, sin embargo, una pensión anual de doce mil pesetas concedida por el Gobierno de la zona republicana.

J. Raimundo Bartrés en La 'nodriza' de la Generación del 98 (editorial Linosa, Barcelona, 1972) cuenta su relación, hasta el enfado final, con Ruiz Contreras. En la página 68 se encuentra el pasaje que Rubio Jiménez y Deaño Gamallo citan de segunda mano, ignorando su procedencia: "Acompáñeme hasta el Majestic. A diario visito a la mujer de Valle-Inclán, Josefina Blanco... La pobre está más loca que una cabra. Se figuraba millonaria porque el gobierno rojo le pasaba una pensión, y la Editorial Sopena le había prometido grandes negocios con las obras de su marido, y todo se ha convertido en agua de borrajas, hasta los billetes ful que cobró".

Acabada la guerra, Josefina Blanco olvidó todo el odio que había sentido contra su marido y se convirtió en viuda ejemplar y en lo que siempre había querido ser, en la dueña y señora de su obra, de la que procuró sacar todo el rendimiento económico posible. La antigua actriz ahora odiaba el teatro y por eso hizo cuanto pudo, hasta inventarse una carta con las últimas voluntades de Valle-Inclán, para que sus obras no se representaran; decía que habían sido escritas solo para ser leídas.

Otro Valle

Un Valle-Inclán muy distinto del que quiere el mito sale de estas páginas. No era un bohemio ni un idealista, sino un buen comerciante que trataba de obtener el mayor provecho económico posible -estaba en su derecho- de su trabajo intelectual; para ello, muy a menudo, fue su propio editor. No tenía ningún inconveniente en aceptar favores políticos, ya fueran un pequeño sueldo de funcionario (sin necesidad de acudir al puesto de trabajo), una plaza de catedrático (creada expresamente para él durante la Monarquía), el cargo de conservador del patrimonio inventado para él por Azaña y Fernando de los Ríos, la dirección de la Academia de España en Roma... Cierto que en todos esos puestos acabó mal, y dejó en muy mal lugar a sus favorecedores; siempre quería imponer su voluntad al margen de las normas establecidas.

Pero el mito continúa. Rubio Jiménez y Deaño Gamallo terminan su libro con unas divagaciones sobre el arte y la burguesía que contradicen todo lo que se deduce de su investigación. Resulta que los bandazos de Valle-Inclán y el fracaso final de su matrimonio se deberían solo a "la miserable condición del artista en aquellas décadas": "El burgués no admira el arte o al artista, sino lo que vale, lo que cuesta. Según sea el precio, así debe ser la mercancía. Ve el producto, pero sobre todo mira la etiqueta. La emoción del burgués reside en la cartera que lleva junto a su corazón". Tópica palabrería que disuena en una investigación tan rigurosa.