"Nuestros grandes hombres se olvidan siempre de dejarnos un libro más, aquel en el que se explican con toda verdad los ocultos misterios de su espíritu", escribía Manuel Murguía lamentándose de los silencios que dejaba atrás Nicomedes Pastor Díaz.

Sin embargo, pocos grandes hombres habrán sido tan opacos como Murguía, que pasó buena parte de su vida ocultando evidencias y borrando rastros, tanto suyos como de su mujer, Rosalía de Castro -figura fundacional del Rexurdimento-, con el fin de "reelaborar una interpretación canónica de sus biografías", que incluso asumieron sus propias hijas, sostiene el historiador Xosé Manuel Barreiro, quien afirma que si toda su vida ha permanecido en penumbra, sobre su infancia y su juventud dejó "una sombra espesa".

Barreiro ha rastreado decenas de archivos con la pretensión de trazar un documentado retrato de Murguía, el mayor representante del nacionalismo gallego del siglo XIX, autor de obras fundamentales como Los precursores (1885) o la Historia de Galicia (1965-1913), concebida como una historia nacional de Galicia.

En el libro Murguía, a lo largo de casi mil páginas, Barreiro penetra en la vida del fundador de la Real Academia Galega y deja en evidencia la ocultación de sus orígenes y los de Rosalía, ambos hijos naturales, e incluso las circunstancias en que se conocieron. Trampas, como la de destruir fotografías, que Murguía fue colocando, dice Barreiro, con el objetivo de "preservar una imagen determinada para la historia", puesto que los dos "eran ya carne para la historia".

Para acomodarse a las exigencias de su tiempo, "nos hurtó la imagen real, mucho más complaciente para los que vivimos en el siglo XXI, de una pareja socialmente incómoda, rebelde ante las presiones sociales, comprometida políticamente con el progresismo más radical, inmune a los adoctrinamientos eclesiásticos, y que fue capaz de conciliar, en muchos momentos de la vida, el hondo compromiso con la libertad y con Galicia con la bohemia intelectual", escribe Barreiro, en la introducción del libro, en lengua gallega.

Galicia fue su objetivo y su redención. Murguía, llamado a cumplir una tarea mesiánica, abandonó Madrid con Rosalía para volver a su patria.

En Madrid, los dos eran conocidos, publicaban en la prensa capitalina y el siguiente paso para Murguía sería dirigir un periódico o entrar en política, el camino más recto a la ascensión social. Así habían hecho amigos suyos como Pi i Margall, Castelar, Sagasta o Salmerón, que colaboraron en los mismos periódicos y participaron de la misma vida social, y pocos, entre ellos, superaban a Rosalía y a Murguía en cultura, capacidad de trabajo y genio literario.

Presto a su función, el matrimonio retornó a Galicia en 1859. Murguía y Rosalía llegaron a Santiago, sin trabajo, sin casa y sin su biblioteca, que habían dejado en Madrid. La improvisación era uno de sus rasgos pero la labor redentora bien merecía una subvención vitalicia de las instituciones. Y la tuvieron.

Convencido de que la misión de la élite intelectual era regenerar Galicia, fundó el movimiento regionalista. Poco a poco se dio cuenta de que el fermento liberador no estaba en los poetas ni en los músicos ni en los pintores y se radicalizó. Abogó entonces por la rebelión de "los sin amparo", de "los subyugados". Del discurso moderado del regionalismo, Murguía pasó a una postura casi independentista.

Fue el primero en ver en la emigración un potencial para el regionalismo gallego y se encargó de ideologizar con sus artículos en la prensa de La Habana o Buenos Aires a la población de la diáspora, y frenar así toda tentación de españolidad. Murguía y Rosalía -cuya foto llegaría a todas las casas de emigrantes, se convirtieron en la referencia intelectual para los emigrantes.

Murguía sentó las bases de una unidad étnica, el celtismo, radicalmente distinta de los demás pueblos de la península Ibérica. Los gallegos son distintos por su origen, su cultura y su lengua. El primer teórico de la nación gallega, que dejó una obra inmensa, era minúsculo de estatura (1,30 m). Tuvo que soportar que lo llamasen pigmeo y gnomo y que le dijesen que cabía en un anaquel de biblioteca.

Era irritable, bebedor, discutidor hasta el insulto (atacó con saña a Emilia Pardo Bazán), tenía una cultura enorme y una prodigiosa memoria. Algo desastrado en el vestir, solía llevar una levita verde. El sombrero de copa y las botas de tacón añadían unos centímetros a su estatura. Y era un trabajador obsesivo, aunque algunos le hayan reprochado no haber concluido el Diccionario o la Historia de Galicia, una empresa difícilmente abarcable en solitario entonces.

"Rosalía y Murguía constituyen un símbolo de colaboración y conjunta vocación en favor de la rehabilitación de Galicia", dice Barreiro. Tras la muerte de ella, en 1885, él vivió para la glorificación de la autora de Cantares gallegos. Murguía murió el 2 de febrero de 1923. Tenía 90 años. Las tiendas de A Coruña cerraron y los balcones lucieron crespones negros en señal de luto. Fue velado en el Ayuntamiento y enterrado en San Amaro junto a sus hijos Ovidio y Amara.

Era un sabio, decían todos.