Lo que Umberto Eco llamaba su "insolente longevidad" se extinguió en la noche del viernes en Milán. Había estrenado los 84 años el cinco de enero pasado. La edad, decía en el diálogo con el guionista Jean-Claude Carrière, recogido en "Nadie acabará con los libros", "no debe ocultarnos el hecho de que el mundo del conocimiento está en permanente revolución y que nosotros hemos podido captar algo durante un período necesariamente limitado". Era la afirmación modesta de un hombre que alcanzó a comprender su tiempo y a explicárselo a otros, alguien que pese a afirmar que, sobrepasados los cincuenta, "la capacidad de comprensión de los fenómenos contemporáneos disminuye con los años" y que "a medida que el tiempo pasa es necesario dejar los problemas de actualidad y dedicarse a los básicos y fundamentales" nunca se replegó sobre sí mismo.

La presencia intelectual de Eco era sólida e inabarcable como su propio físico. Una enumeración de lo que fue -que resultaría muy del gusto de alguien aficionado a ordenarlo todo en forma de listas, una antigua querencia de quien creció escuchando y recitando letanías- incluye su condición de teórico de la semiótica, medievalista, profesor universitario, novelista de éxito, articulista, variantes todas ellas de una misma aventura del conocimiento.

En los años sesenta del siglo pasado, aquel treintañero profesor de comunicación visual comenzó a tomarse en serio algo tan crucial para la época como la televisión, materia ajena al intelectual clásico. Eco, que pronto identificaría "la industria de lo superfluo" como "columna vertebral del sistema", ganó peso como un teórico de los medios, prolongación adulta del niño embebido en un entorno cargado de imágenes que, como su admirado Sherlock Holmes, se dedicaba a descifrar signos. Desde ese origen llegaría hasta Charles Sanders Peirce, el filósofo del que reconocía mayor influencia, con una extensa obra centrada en el estudio del signo. Como teórico que huye de las verdades rotundas, Eco se inclinó por el ensayo, en el que la indagación y las conclusiones siempre son abiertas. "Apocalípticos e integrados" anticipaba ya en 1964 la controversia todavía muy viva entre alta cultura y cultura de masas, una divergencia que él resolvería apenas dos décadas después con un libro excepcional capaz de aunar ambas.