“Fue un holocausto, un asesinato masivo de negligencia y antipatía”. Lo dice uno de los personajes de ‘Los optimistas’ (Sexto Piso / Periscopi), que recrea tres funestas décadas de convivencia con el virus VIH, con la que la autora norteamericana Rebecca Makkai (Skokie, Illinois, 1978) ha retratado dickensianamente la era del sida, siguiendo las distintas derivas de un grupo de amigos gays. La novela fue uno de los libros del año para el ‘New York Times’. 

Usted en los 80 cuando empezó a circular la noticia de un virus jamás conocido hasta el momento era apenas una niña. ¿Por qué le ha interesado el tema? 

Es verdad, yo era muy pequeña. Los niños son esponjas que absorben todo lo que ocurre a su alrededor y en mi ADN está la inquietud que transmitían los medios de comunicación de aquella época. También me marcó a mí, una adolescente que entró en el instituto en 1991. Empezamos el curso hablando del sida en las clases de educación sexual y terminamos con el mismo tema. Por suerte no había estigmatización y nos explicaban que por abrazar a alguien no lo ibas a contraer, pero era la preocupación número uno con respecto al sexo. 

A mediados de los 80, los jóvenes sentían que se habían ganado una liberación sexual que dejaba nociones como el pecado y la culpa muy atrás. Pero entonces, de golpe, se acabó la fiesta. 

Así fue. El VIH llegó sin avisar. En 1985 que es cuando empieza mi novela, habían pasado 16 años de los disturbios de Stonewall en el Greenwich Village neoyorquino, todo un punto de inflexión de los derechos de los gays. El sida politizó el sexo de una forma que no se había abordado hasta el momento. Acostarse con alguien a partir de entonces se convirtió en un arma. 

Eso le vino de perlas a los sectores conservadores para demonizar la comunidad ‘queer’, pero no solo. 

Si, el sexo se percibió como algo peligroso y marcó a mucha gente con un importante sentimiento de culpa. Yo como escritora no quería jugar a repartir responsabilidades, pero como novelista es imposible dejar de lado las leyes de la causa y el efecto: quién infecto a quién. No he querido juzgar, decir que alguien se infectó porque era promiscuo. Eso es demasiado fácil. Quería además mostrar todo tipo de actitudes y personajes, sobrevivientes algunos, otros no. 

¿Cómo logró huir del estereotipo? 

Hablando con la gente. Con los médicos, las enfermeras y los historiadores, pero sobre todo con aquellos hombres gays que convivieron con el virus, infectados unos, otros no, que perdieron amantes y amigos por el camino. Ellos me regalaron los detalles: lo pegajosos que estaban los suelos de los bares de ambiente o qué canción concreta sonaba entonces. Me decían: “No, Donna Summer no puede ser porque entonces estábamos enfadados con ella”. Y claro: quién se hacía la prueba y quién no. Me contaron cómo se enfrentaron a su propia mortalidad.

Fueron muy generosos, sí. 

Algunos gays mayores, me piden que les dedique el libro a algún amigo suyo más joven que no vivió aquel momento. “Servirá para que sepan que fue aquello”. Yo no he querido ser un vehículo entre generaciones pero es un gran honor si el libro ha servido para eso. 

Es verdad que a los más jóvenes les cuesta imaginarse cómo fue aquello. 

Hubo mucho silencio, sobre todo en Estados Unidos. Nadie estuvo a la altura, ni el gobierno que ignoró al colectivo y se mostró negligente con él, ni los medios de comunicación que fueron muy puritanos. El estigma llegó a prender incluso entre los gays que se ocultaron. 

Estamos hablando en pasado todo el rato, pero el sida sigue matando a gente. 

A un millón de personas cada año. La gente se ha olvidado de que el sida se ha curado y no es verdad. En este momento está afectando a comunidades pobres, países africanos y latinoamericanos y la percepción del problema tiene un sesgo racista. Hoy nadie se atreve a decir que se lo merecen como en los 80 pero está claro que perciben que el problema no es mayoritario y sobre todo que no va con la gente blanca. Se ha convertido en una cuestión marginal. 

Ahora que estamos inmersos en otra pandemia, una que sí afecta a todo el mundo, bueno sería comparar lo que se tardó en encontrar un freno farmacológico para el sida en relación al covid.

Sí, en este caso ha sido un año y respecto al sida fueron 15 para llegar a los inhibidores que realmente ayudaron a frenar la enfermedad. Una cosa irónica es que gran parte de la tecnología que se está utilizando ahora en las vacunas del covid se basa en los decenios de investigación sobre el sida. Además, entonces Estados Unidos no invirtió apenas en encontrar una solución, fueron los franceses quienes se lo tomaron más en serio. Compárelo con la legionella. 

¿La legionella? 

Sí, esa enfermedad se detectó en los años 70 en una convención de militares retirados y afectó a muy poca gente. El gobierno gastó millones para saber qué había ocurrido, algo que irritó profundamente a los activistas de la lucha contra el sida. 

El 'obamacare', gracias al cual ya no te pueden expulsar de una aseguradora por tener una enfermedad previa, ha ayudado mucho a la comunidad portadora. 

Sí, por suerte fue un gran paso que Trump no consiguió eliminar. Lo que sí consiguió es despedir a los pocos miembros que quedaban del antiguo consejo asesor del VIH. 

Con todo, están lejos del sistema de sanidad pública europeo. 

Eso es lo que mucha gente está luchando por lograr. Mi padre que emigró de Hungría tras las protestas del 56 contrajo el parkinson y ese fue el motivo por el que regresó a Budapest cuando tenía 80 años, donde murió el año pasado. En Europa no abandonan a las personas a su suerte