Isabel Muñoz es una suerte de antropóloga que hurga la realidad con su cámara y la revela con altas dosis de alquimia. Delicada y fuerte, sutil y poderosa, ha recorrido el mundo y sus inframundos sin atisbo de miedo, convirtiendo el dolor en la armonía de un baile. Viene de exponer en Kioto y Bruselas, ahora se encamina a buscar el primer templo construido por la especie humana en la antigua Mesopotamia. Barcelona, 1951, en el exiguo espacio de esta plana hemos logrado llegar a su tatarabuelo ruso, diplomático y fotógrafo, sin ella haberlo sabido; o al bailar de las mantarrayas con sus aletas como bata flamenca. Premio Nacional de Fotografía, dos World Press Photo y ganadora del último PHotoEspaña, acaba de ingresar en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

¿Usted nunca se despeina?

Me despeino lo normal, pero procuro estar siempre preparada, con las menores máscaras posibles.

Es una superviviente de accidentes graves y de situaciones insólitas como subirse en marcha al “tren de la muerte” en Centroamérica o entrar sola en una cárcel y fotografiar a toda una mara. ¿También sobrevive a la vida, el amor, los afectos?

Como un soldadito romano, que así me llamaba mi madre de pequeña; siempre he batallado y me he sobrepuesto. Pero no es supervivencia, sino aprender a vivir con tus mutilaciones, con lo que te ocurra, que a veces no depende de nosotros. La única equivocación inútil es no actuar: aprendo de la oscuridad y de los otros.

Ve peligrar los océanos, desde la profundidad abisal en la que se sumerge con su cámara. El planeta sobrevivirá, como otras veces, pero ¿y la especie humana, qué futuro le ve?

Creo en el ser humano a pesar de la injusticia y la guerra. Pero si pudiéramos ayudar y aliviar un poco el dolor de los que sufren…

Recientemente, ha cedido a la Colección Roberto Polo un autorretrato donde se ve a un bailarín desnudo, de espaldas, y con la columna vertebral recorrida de pintura roja. ¿Cuál es la conexión entre esa figura e Isabel Muñoz, su autora?

Es profunda: cuando me rompí la columna vertebral la primera vez (la segunda le sucedió en una procesión tumultuosa en Tailandia), sentí mi médula partida por el lugar exacto donde se había quebrado, por eso pedí que no me movieran y tuve después la enorme suerte de volver a andar. Y cuando fotografié a este bailarín, le pregunté si le importaba que le pintase esa fractura en su espalda, y accedió, pero al hacerlo noté un rechazo tan grande… ¿Estaría sintiendo la memoria de mi dolor?

Isabel, vivimos saturados de imágenes, pero, ¿cómo se aprende a “ver”? ¿Cómo aprendió usted a ver lo que importa?

Hay cosas que no se aprenden, hay que sentirlas. “Ver” es una necesidad que tuve desde niña, no sé si de algún modo será un don. Para ver hay que sentir al otro o lo otro, emocionarse, y luego compartirlo: ver no es mirar.

Vaya, porque ¿no sería interesante enseñar a nuestros gobernantes a ver, en lugar de mirar, más allá de sus bolsillos?

Claro, porque lo más importante en un servidor público es poner al otro delante de sus propios intereses. Creo en las personas y no en los políticos.

Antes lo imaginábamos casi todo, teníamos la suerte de inventarnos el aspecto de los personajes, su voz, sus colores, y hoy la mayoría de los niños y jóvenes solo miran lo explícito. ¿Nos embrutecemos?

Las nuevas tecnologías son fascinantes y a la vez dan mucho miedo: habrá que descubrir otra forma de imaginar. Lo que más me preocupa es el futuro de las relaciones humanas, la palabra, la creatividad, el sueño, porque cuando te dan todo hecho te están robando el deseo. Yo desearía que mi nieto (Álvaro, 10 añitos, que nos ronda en la entrevista) pueda poner imágenes a una canción, aprenda lo necesario de la palabra, sepa tocar al otro con la mirada y sentirlo.

Considera que “la historia es hoy más difícil de manipular porque un simple móvil es un testigo”, pero ¿no es precisamente la tecnología lo que permite trastocar la realidad sin límite?

Las imágenes de lo que está pasando en Rusia las veremos gracias a la tecnología. Ahora te cuestan la vida, pero tendremos ese testimonio, fundamental para preservar la libertad de expresión, que es lo capital, y que los vencidos puedan por fin contar la Historia.

Acostumbrados a la asepsia asesina de los misiles, nos parece inasumible una guerra con tanques en el XXI. Los jóvenes no creen las imágenes que llegan de Ucrania, ¿será que ya viven en el Metaverso?

¡Qué peligroso que ya no crean en nada!

¿Acaso existe algún otro límite más allá de la ética?

No, ese es el límite, de cada uno y de los que cuentan la realidad: el sufrimiento y la muerte de familias enteras. La gente que niega lo que está sucediendo lleva el problema en sus propios ojos, vive una irrealidad.

Además de visionaria, es usted algo alquimista; impresiona verla trajinando con líquidos, papeles, texturas en su laboratorio. ¿Se inventa usted sola técnicas como la impresión en polvo de conchas y corales?

La alquimia me permite encontrar nuevas formas de contar lo que veo y siento, lo que no deja de ser una investigación en una misma, para seguir creando. Necesito tocar la textura de la fotografía, es un momento muy agradable antes de despedirme de mi obra. La textura que consigo con la nacarotipia y coralotipia es un mensaje de sensualidad; el polvo de concha y coral reproduce maravillosamente la piel humana y hace de las imágenes algo vivo, ¿tú sabías que las piedras están vivas?

Perdón, pero, ¿cómo llega a algo tan… sofisticado?

Es un aviso de sostenibilidad. Todo empieza cuando Rafa Sierra me involucra en el proyecto 'Arte en lata' y voy con él a la conservera de las Rias Baixas, donde aprendo que la sobreproducción de moluscos poluciona muchísimo, y que para paliarlo sus conchas se pulverizan y el residuo se utiliza como abono en el campo. Tomo la idea y luego en Japón la traslado al coral, que adquiere el color de los microorganismos que lo habitan; al desprenderme de ese color, como los colares, estoy además mandando un mensaje de muerte.

Los artistas suelen dar a su nombre un giro exótico, en cambio, usted: ¿cuánta singularidad esconde detrás de esa firma asaz común? ¿De dónde sale usted, Isabel Muñoz Vilallonga?

Nací en Barcelona de padre catalán y madre valenciana, Valencia es una referencia muy importante en mi familia. Y a Madrid me vine por amor. La fotografía me ha dado el bagaje cultural que llevo junto a una gran carga genética. Somos luz y oscuridad. Y tengo un tatarabuelo ruso que a mediados del XIX era un diplomático muy culto que escribía y hablaba en 9 idiomas; aquí vino y se enamoró de una valenciana. Se casaron y tuvieron una hija, “la rusita” le llamaban. Mi abuela al morir me dejó un baúl con las fotografías que hacía su abuelo ruso, con las que me identifiqué muchísimo: le interesaba sobre todo el componente humano y utilizaba las mismas técnicas que yo uso ahora (platinotipia, papel acuarela y por ahí).