Era un historiador emocionado; no le gustaba lo que había pasado en la historia de España, o en la Historia de España, si se quiere, pero la contaba con un amor que también incluía el afecto a los que no la interpretaban como él.

Fernando García de Cortázar era un hombre educado y conservador, dispuesto a comprender la postura de los otros, los historiadores de izquierda, pero firme en sus convicciones acerca del devenir histórico de un país imposible de poner de acuerdo. Fue sacerdote jesuita, pero no lo ejerció para explicar sus posiciones ante lo que pasó entre nosotros. Es decir, no invocó a Dios sino a la ciencia en la que creía (en la ciencia histórica, no en la religiosa) para tratar de entender, como él mismo tituló, los momentos emocionantes de la historia de España. Escribió muchos libros, hasta una enciclopedia, para impedir que lo que había aprendido se fuera por la barranquera en la que convierten (convertimos) los medios a los enciclopedistas, a los que pedimos opiniones en lugar de pedirles verificaciones.

No fue posible, en todo caso, que no cayera, como prácticamente todos sus colegas, en la disyuntiva sobre quiénes fueron culpables de la contienda que, en definitiva, ha ocupado a la mayor parte de la historia escrita desde antes del 39. Lo vi dar discursos, le hice entrevistas, y lo vi discutir con sus amigos y con sus adversarios, y nunca vi en él a alguien que buscara quedar el primero en la diatriba. Sabía, pero quería saber de lo que decían los otros, y en ese sentido jamás inició una polémica para tener razón, por ejemplo, si la culpa fue de la República o del fascismo, sino dónde estaba la raíz de ese enfrentamiento que, por otra parte, con distintos disfraces marca hoy un país capaz de reiniciar polémicas que reclamaban vencedores y vencidos como en las películas del Oeste.

Era un entusiasta. Tanto que escribió historia, incluso, para niños. De su manera de abordar el pasado dicen mucho los versos que eligió para presidir una obra singular, Momentos emocionantes de la historia de España (Espasa Libros, 2014), una explicación de ficción a los escolares que le leyeran. Esos versos son de Lope de Vega y dicen así: “¡Oh patria! Cuántos hechos, cuántos nombres,/ cuántos sucesos y victorias grandes…/ Pues que tienes quien haga y quien te obliga,/ ¿por qué te falta, España, quien lo diga”. Se suele citar, y se suele decir, aquello con lo que estás de acuerdo, y Fernando formó parte del ejército de los que se hacían también esa pregunta de Lope de Vega (“¿por qué te falta, España, quien lo diga”), pero tuvo la mala suerte de vivir en un momento ya muy largo de la España que se resiste a pensar que juntando verdades distintas se podría haber llegado hace rato a un cambio de paradigma que no se base solo en la más injusta de las disyuntivas, la de los buenos y los malos (de nuevo, como en el Oeste).

Era un hombre de una cordialidad exuberante; caminaba como un futbolista del medio campo, buscaba siempre en los otros la sonrisa que él regalaba, pero eso no le ordenó un carácter acomodaticio, por ejemplo, con respecto a la imperiosa y terrible presencia del terrorismo que destruyó generaciones de vascos empeñados en hacer valer sus ideas matando a quienes se oponían a ellas. Fue un hombre de paz, una buena persona que siempre te saludaba deseándote vida y buena voluntad.

El reflejo de esa actitud humana es su ingente obra, pero esta no sería, además, ejemplar, si él mismo no hubiera sido alguien que quiso contar para que se supiera que España no se mereció nunca aquel destino triste. En ese libro singular que es el que hizo para que los niños entendieran la odisea española describe así, en el plano de la ficción, el 14 de abril de 1931: “¡Qué horas aquellas! El rey huyó el 14 de abril y la gente se lanzó a la calle para celebrar la proclamación de la República. Fue un día muy alegre. Antonio Machado, que ya era viejo e izó la bandera tricolor en el Ayuntamiento de Segovia, no recordaba otro más alegre. Cuando iba a Madrid solía decirme: ´Todo un régimen ha caído sin sangre, sin venganzas, para asombro del mundo entero`. ¡Ay la República de 1931! ¡Cuántas ilusiones trajo! ¡Cuántas esperanzas despertó!”

La raíz de esa fábula que Fernando dedicó a los niños es también la raíz de su modo de abordar la interminable discusión española, en la que ahora sólo intervendrá a través de los libros en los que puso tanta pasión como la lo distinguió cuando se refería a la fe que profesaba.